a la memoria del periodista cultural Raúl Díaz,
amigo y colega de muchos años.

 

Tuve oportunidad de escuchar en vivo a la gran soprano eslovaca Edita Gruberová (Rača, 1946-Zúrich, 2021)​ en la Metropolitan Opera House de Nueva York, en plena madurez artística y cuando estaba en su mejor momento, en una memorable función de Los puritanos, de Vincenzo Bellini, en el otoño de 1990. Uno de los personajes supremos para soprano de coloratura del gran compositor siciliano de muerte tan prematura, los sobrados recursos vocales de esta formidable cantante lucieron a plenitud con una doña Elvira que sólo han podido abordar en ese rango de excelsitud otras grandes divas de la talla de Maria Callas, Joan Sutherland y Montserrat Caballé, con la claridad tonal y la agilidad en las notas altas que aquí exigen además notables fuerza, precisión y resistencia canoras. La belleza de su timbre y su técnica depurada alcanzaron el paroxismo en aires de lucimiento como “Ah sì, son vergin vezzosa”, cubriendo con solvencia el amplio abanico de tonalidades que reclama este difícil personaje ya desde el Primer Acto.

Discípula sobresaliente de Mária Medvecká en el conservatorio de su ciudad natal, se graduó más tarde con honores en la Academia de Música y Arte Dramático de Bratislava donde se han formado muchas otras voces de muy destacada carrera en el siempre competido ámbito de la lírica. Si bien había debutado ya con la Rosina de El barbero de Sevilla, de Gioachino Rossini, Gruberová saltó a la fama desde cuando siendo todavía muy jovencita empezó a interpretar con éxito la Reina de la Noche de La flauta mágica, de Mozart, convirtiéndose en una de las voces de referencia para este personaje que si bien no tiene una presencia muy larga en escena, en cambio acomete una de las arias (“Der Hölle Rache kocht in meinem Herzen”) más representativas para una auténtica soprano dramática con extraordinaria agilidad, capaz de alcanzar un Fa sobreagudo sin perder fuerza en su textura media, como las no menos famosas alemana Edda Moser, holandesa Christina Deutekom y la tambien eslovaca Lucia Popp que igual dominaron ese ambicionado pero siempre riesgoso rol.

Figura en la Stat Oper de Viena y otras importantes casas de ópera de Europa del Oeste desde la década de los setenta, cubriendo sobre todo los roles estelares de coloratura, debutó en la Metropolitan Opera House de Nueva York en 1977, por supuesto con su entonces papel dominante la Reina de la Noche, que prácticamente cantó por todo el mundo. Después de haberlo hecho de igual modo con no menor expectativa en el Festival de Salzburgo, con el paje de Don Carlo, de Verdi, bajo la batuta de Herbert von Karajan, su consagración definitiva vendría con la Zerbinetta de Ariadna en Naxos, de Richard Strauss, que abordó por primera vez en Viena con su otrora estusiasta gran promotor Karl Böhm al podio, haciendo suyo el personaje e interpretándolo como pocas ––en su primera y más compleja versión–– casi medio centenar de veces, y enseguida Lucia de Lammermoor, de Gaetano Donizetti, que grabó más tarde con el tenor canario Alfredo Kraus. Ya en la década de los ochenta debutaría con no menor fortuna en la Royal Opera House de Londres, como la Julieta de Capuletos y Montescos, del mismo Bellini, cuya grabación con Riccardo Muti sigue siendo de referencia, y en La Scala de Milán, como la Marie de La hija del regimiento, de Donizetti, consagrándose en el repertorio belcantístico.

Por los años que la oí maravillado en el Met de Nueva York, como dije, en el mejor momento de su sostenida gran trayectoria, triunfó en Semíramis, de Rossini, y en Lucrecia Borgia, de Donizetti, donde se le comparó con la misma Caballé.​ Tuvo también en repertorio habitual la Konstanze de El rapto en el serrallo y la Donna Anna de Don Giovanni, de Mozart; y La sonámbula, de Bellini; y Los cuentos de Hoffmann, de Jacques Offenbach, que grabó con Plácido Domingo, bajo la dirección de Seiji Ozawa, con la Orquesta Nacional de Francia; y Hansel y Gretel, de Engelbert Humperdinck, que grabó con Ann Murray y la Staatskapelle de Dresde, bajo la batuta de sir Colin Davis; y Manon, de Massenet, que interpretó muchas veces con nuestro admirado primer tenor Francisco Araiza; y la Rosalinda de la opereta El murciélago, de Johann Strauss hijo, de la que también ha dejado un espléndido registro. Animada por el director australiano Richard Bonynge a afrontar de lleno el repertorio verdiano, lo hizo con la Gilda de Rigoletto (hay una grabación estelar suya con el barítono Renato Bruson, el tenor Neil Shicoff, la mezzosoprano Brigitte Fasssbaender y el bajo Roberto Lloyd, bajo la batuta de Giuseppe Sinopoli), y Oscar de Un baile de máscaras, y la Violetta de La Traviata, que ella misma entendió era su límite natural en este terreno.

En la línea de otras grandes divas en el repertorio belcantístico, como la norteamericana Beverly Sills, y admirada por otros primeros directores como Carlos Kleiber y Nikolaus Harnoncourt, este llamado “Ruiseñor Eslavo” arribaría con el tiempo a otros roles con mayores exigencias dramáticas como la María Estuardo o la Ana Bolena, de Donizetti, e incluso la Norma, de Bellini, que es cierto acometió menos cómodamente. Y si bien grabó en los sellos más importantes, terminaría por crear el suyo propio (Nightingale) con su esposo el director Friedrich Haider, donde igual consignó grabaciones operísticas filmadas o televisadas.​ Si bien había dado un recital de depedida en su amado Liceo de Barcelona en el 2013, cuando el público se le entregó en aplausos por más de media hora, tras ofrecer como encore “O luce di quest’anima” de Linda di Chamounix, de Donizzetti, ​en realidad extendió espaciadamente su carrera hasta el 2019, cuando interpretó la Isabel I de Roberto Devereux, de este mismo compositor bergamasco del que quizá más obras y personajes interpretó a lo largo de su extensa y triunfal carrera.