En las relaciones internacionales con frecuencia se usan, con demasiada holgura, conceptos acuñados a lo largo del tiempo que no necesariamente se corresponden con la realidad que pretenden definir. Tal es el caso, entre muchos otros, de la denominada “guerra fría”. Estrechamente vinculada al periodo del conflicto Este-Oeste, la guerra fría es precisamente lo opuesto a la “caliente”, es decir, al enfrentamiento y escalada de agresiones directas entre dos partes antagónicas que aspiran a establecer un modus vivendi, en el que una de ellas sea vencedora y la otra vencida. La guerra fría no es una détente y tampoco equivale a un cese declarado de hostilidades entre las partes. Al contrario, es el acuerdo implícito de estas para evitar su choque militar directo, por las dimensiones y perniciosas consecuencias que conllevaría a nivel universal. De ahí que, como sucedió entre Estados Unidos y la Unión Soviética, los beligerantes optan por relajar tensión en teatros de guerra limitada, allende sus fronteras, los cuales son utilizados por los actores centrales del diferendo como medio para consolidar o ganar nuevos espacios de influencia.

Este concepto de guerra fría se nutre de otros que también son parte del léxico del antiguo mundo bipolar. Además de las zonas de influencia, así sucede con la tesis del equilibrio del terror, con el interés nacional definido en términos de poder, con la carrera armamentista y con la postulación de supremacismos ideológicos y políticos mutuamente excluyentes. En efecto, este es el concepto de guerra fría que paradójicamente evitó una conflagración nuclear el siglo pasado entre las superpotencias; un concepto perverso que aspiró a edificar la paz mediante la constante preparación para la guerra. El ejemplo más aberrante de esta idea de la paz fue la afirmación de Ronald Reagan de que, en un conflicto nuclear, habría vencedores. Como se recordará, el eco de estas palabras, acompañado de la iniciativa estadounidense de la “Guerra de las Galaxias” (Star Wars), recorrió el planeta y llevó a Mihail Gorbachov a plantear la insensatez de este camino sin salida. Como resultado inesperado, esta dinámica marcó el inicio del fin del socialismo real. Con la caída del Muro de Berlín y la disolución del Pacto de Varsovia, el pensamiento estratégico tuvo un vuelco importante. Se dejó de hablar de disuasión, persuasión y subversión, la OTAN se encumbró y una multitud de otras organizaciones regionales de defensa, perdieron su razón de ser. La luna de miel duró poco.

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El poder suave convence

La lucha en contra del terrorismo y el nuevo dibujo de poderosas hegemonías regionales y globales, como ocurre con China, son dos de los principales detonadores de desencuentro en las relaciones internacionales de hoy. El monstruo ya no es rojo y se acabó la bipolaridad. Ahora el lenguaje es diferente al de la guerra fría y lo estratégico se reduce a la defensa interior y al cierre de fronteras a migrantes. Como sea, fría o caliente, se mantiene la guerra, un sustantivo que genera tanta o más inquietud que la atómica. A los factores detonantes antes citados, se agregan la degradación ambiental, la delincuencia internacional organizada, el incremento de la xenofobia y la pobreza endémica. Al igual que Salustio en su Bellum Catilinae, la coyuntura actualiza la tradición de la antigua Roma, de ver en la guerra el principio rector de la historia. Es hora de acabar con esta trágica y milenaria visión de la política.

Internacionalista.