Avanza el presente período presidencial y se profundiza la conducta del mandatario electo en 2018 por no ceñirse a las disposiciones de la Constitución y de las leyes, salvo cuando se invocan a conveniencia como palabras carentes de compromiso real. El Ejecutivo Federal reitera y agrava su decisión de no sujetarse al orden jurídico y retar a que se impugne en los tribunales lo que tergiversa en sus intervenciones públicas.

Recuérdense los antecedentes del Acuerdo en el cual ordenó dejar de aplicar la Constitución y la Ley General de Educación sin que una u otra se hubieren reformado todavía para suprimir el sistema de evaluación de los docentes, y del Acuerdo para reasignar, disponer y adecuar el Presupuesto de Egresos de la Federación 2020 por encima de las facultades otorgadas a la Cámara de Diputados en la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria.

Ahora, mediante el Acuerdo presidencial publicado el 22 de noviembre en curso en el Diario Oficial de la Federación, ordena a las dependencias y entidades de la administración pública federal asumir la realización de proyectos y obras de infraestructura de todo tipo a su cargo, así como aquellas que se estimen de carácter prioritario o estratégico para el desarrollo nacional, como actividades de interés público y seguridad nacional.

Además, instruye que aquellas dependencias y entidades que tengan la atribución legal de decidir sobre alguna licencia o permiso para la realización del proyecto o de la obra, otorguen la autorización provisional en cinco días o se tendrá por conferida, y procedan a expedir la autorización definitiva en términos de las disposiciones aplicables en un período máximo de 12 meses.

En otras palabras, si las leyes que rigen la realización de esos proyectos y obras establecen requisitos y procedimientos, así como normas en favor de eventuales personas afectadas por los trabajos materiales necesarios para llevar a cabo los proyectos y las obras, las dependencias y entidades federales no deberán atender ninguna de esas disposiciones, porque el presidente Andrés Manuel López Obrador las ha declarado de interés público y de seguridad nacional y suspendido el orden legal para esos efectos.

Este Acuerdo debe inscribirse necesariamente en la también inconstitucional asignación de distintos proyectos y obras de infraestructura a las Fuerzas Armadas, pues en tiempos de paz no pueden realizar tareas que no se vinculen directamente con la disciplina militar. A su vez, la irregular encomienda de funciones que no competen a las Secretarías de la Defensa Nacional y de Marina y para cuyo cumplimiento intervienen el Ejército, la Fuerza Aérea y la Armada de México, marca hoy el peligroso desarrollo de intereses castrenses por encima del interés general y una tendencia a la politización de las Fuerzas Armadas.

Primero lo obvio, pues el otorgamiento de tareas que no les compete da poder y eleva la capacidad de influir en la gestión gubernamental, pero también genera incentivos ilegales y perversos a partir de la promesa presidencial de que administrarán el funcionamiento de las obras que construyen y las utilidades que se reciban no se destinarán a la generalidad de los ingresos públicos, sino a sustentar el sistema de seguridad social de quienes integran las Fuerzas Armadas.

En segundo término, lo que se asoma por el descuido del General Luis Cresencio Sandoval González, Secretario de la Defensa Nacional, en el CXI Aniversario de la Revolución Mexicana. En su discurso tropezó con lo que no le es propio: la política.

Dos contradicciones y una revelación de cuidado en sus palabras: (i) afirmar lealtad y respeto a la Constitución, pero no sujetarse a ella porque el Comandante Supremo ordena realizar tareas que no tienen autorizadas por texto expreso de la propia Ley Fundamental; (ii) asumir a la Guardia Nacional como un ámbito al que representa y por el cual habla, cuando lo ordenado por el artículo 21 constitucional es un cuerpo civil de seguridad pública; y (iii) romper la institucionalidad de la lealtad al Jefe del Estado -que ha de colocarse por encima de las diferencias partidistas- para manifestar su apego y militancia a los intereses políticos presidenciales, al señalar: “Para nosotros es un timbre de orgullo poder contribuir a la transformación que se está viviendo. Las bases están sentadas y se avanza con paso firme en el proyecto de Nación que usted ha impulsado desde el inicio de su gobierno”.

Y remata con un llamado impropio del mando superior del Ejército y la Fuerza Aérea, pues la acción política no es propia de los militares en activo en un Estado democrático: “Como mexicanos es necesario estar unidos en el proyecto de Nación que está en marcha, porque lejos de las diferencias de pensamiento que pudieran existir, nos une la historia, el amor por la tierra que nos vio nacer y la convicción de que sólo trabajando en un mismo objetivo podremos hacer la realidad de México.”

Quizás quiso decir otra cosa, pero se entiende que la pluralidad política debe subordinarse —por su recomendación— al proyecto de Nación del Presidente de la República, con la sola invocación a la unidad sin más substancia que lo obvio y lo general.

Las palabras pronunciadas deben escucharse y reflexionarse en el escenario de creciente asignación de tareas a las Fuerzas Armadas que, definitivamente, competen a las autoridades administrativas de carácter civil.

Porque el contexto del Acuerdo presidencial de esta semana es indispensable para tratar de entender las razones de su expedición.

¿Por qué invadir las facultades del Congreso para establecer en la ley aquello que constituye el interés público o la seguridad nacional? ¿Por qué pretender desarrollar en un Acuerdo lo que no le permiten las leyes que aplican el Poder Ejecutivo o sus dependencias y entidades?

¿Por qué afirmar que los objetivos de la planeación democrática del desarrollo —artículo 26 constitucional— le facultan para determinar el carácter de interés público y de seguridad nacional de los proyectos y obras gubernamentales, si la Ley de Planeación no contiene previsión alguna en ese sentido?

¿Por qué sostener que el hecho de preverse en la disposición constitucional —artículo 90— la organización de la administración pública federal en centralizada y paraestatal, le otorga la facultad de declarar qué proyectos y obras son de interés público y de seguridad nacional, cuando lo que se ordena es una ley del Congreso para distribuir los asuntos administrativos que estarán a cargo de las Secretarías de Estado, pero no otra cosa?

Parecería necesario explorar tres hipótesis no necesariamente excluyentes para este atropello al orden constitucional, la división de poderes y el principio de legalidad.

En primer lugar, el posible cúmulo de responsabilidades que se han generado y repetido a lo largo de la presente gestión gubernamental en el ámbito de la solicitud y obtención, previo cumplimiento de los requisitos necesarios y la adopción de los compromisos correspondientes, de las autorizaciones de todo tipo para la realización de algún proyecto o el inicio y ejecución de alguna obra pública.

En segundo sitio, la ya muy palpable incompetencia de muchas dependencias y entidades para cumplir con sus funciones en términos de la normatividad aplicable y la planeación y ejecución integral y oportuna. Debe haber obras sin proyectos y ejecución de acciones para su concreción sin el cumplimiento de requisitos o la obtención de permisos y autorizaciones e, incluso, de consolidación de los derechos patrimoniales indispensables. Sin derechos patrimoniales asegurados, proyectos concluidos y autorizaciones obtenidas, particularmente las ambientales, ninguna obra pública podría realizarse.

En tercer término, el efecto del tiempo en el voluntarismo presidencial, su afición a que la realidad se adecue a su narrativa y los albores de la desesperación que genera incumplir plazos auto-impuestos sin sustento objetivo y, sobre todo, la previsible ausencia de resultados ofrecidos para determinados momentos. Si en la seguridad y en la salud -en general y por la pandemia- toda meta está incumplida, así parece que será en la obra pública.

No es la dificultad de mover a la administración bajo la férula de un Ejecutivo dispuesto a concentrar poder y decisiones y que entonces no ha podido regirla, lo que explica el recurso a la arbitrariedad del Acuerdo presidencial, sino el deseo de que se evadan responsabilidades, la pretensión de superar la incompetencia de la mayoría de las dependencias y entidades federales y la desesperación de la realidad de rendir cuentas entre lo prometido y lo que previsiblemente no se alcanzará.