En el top de las más sobresalientes batutas por más de cinco décadas, el notable director holandés Bernard Haitink (Ámsterdam, 1929-Londres, 2021) nació y creció en el seno de una familia apasionada por la buena música. Y si infancia es destino, como escribió Freud, él mismo contaba que su verdadera vocación se le revelaría siendo todavía niño y aficionado a los juegos, cuando sus padres lo llevaron a un concierto navideño que dirigía el ya legendario Willem Mengelberg en el Concertgebouw, la que sería su casa por casi seis lustros.

Ligado a la orquesta del Concertgebouw por casi tres décadas, desde que tuvo la oportunidad de sustituir en un concierto como director invitado al gran Carlo Maria Giulini, y luego de la repentina muerte de su predecesor titular Eduard van Beinum, en sus manos se consolidaron el prestigio y el acervo discográfico ––ya en la era de la tecnología digital–– de esta noble institución. Estaría al frente de ella entre 1959 y 1988, luego de un breve periodo de transición en que compartió el podio con el egregio Eugen Jochum, arrancando con una muy exitosa gira por Inglaterra que igual allanó el camino para su no menos provechoso vínculo por más de una década con la Orquesta Filarmónica de Londres (entre 1967 y 1979), que recibió de John Pritchard y legó a Georg Solti.

Este fue el periodo de consolidación en la sobresaliente trayectoria de un gran director identificado con la perfección y el equilibrio como signos distintivos de su sobrio pero riguroso trabajo arriba del podio, y él siempre reconoció la ascendente impronta del gran maestro alemán que generosamente le había enseñado pormenores de la profesión, facilitándole así su arribo a la institución musical holandesa de mayor tradición. Jochum fue su guía, quien con paciencia contribuyó a madurar su propia escuela asentada en la solidez y un respeto irrestricto al compositor y a su obra, que acostumbraba decir son la razón de ser de la música, pues un director y los músicos que lo acompañan sólo se limitan a contribuir a su trascendencia para con el público, y su oficio solo puede justificarse si rinde culto a una partitura tal y como la concibió su creador. Quien traiciona a un autor y su obra, sólo respondiendo a su vanidad, decía Jochum, y así lo entendía también su discípulo indirecto, no rinde verdadero tributo a la música y se estanca en la parafernalia simuladora. Bien escribió Rodney Friend, antiguo concertino de la Filarmónica de Londres, refiriéndose al gran maestro holandés: “Seriedad en el concepto, exactitud en la ejecución, y un sonido orquestal grande pero controlado”, rasgos que bien acaban de delinear su personalidad arriba del podio.

La institución de sus amores, Haitink lograría finalmente prolongar su estancia al frente de la Orquesta del Concertgebouw hasta la gala para celebrar su centenario el 11 de abril de 1988, con una imponente versión de la Octava sinfonía De los mil , de Gustav Mahler, uno de sus músicos predilectos y de cabecera. Tras un escándalo mediático ocasionado por las erráticas formas como se había manejado su retiro, Haitink se despidió con una larga y emotiva ovación tanto al inicio como al cierre del concierto; confesaría después que representó uno de los momentos más conmovedores a lo largo de su triunfal carrera, pues había terminado saliendo por la puerta grande, como era justo, después de casi tres décadas de un matrimonio mayormente feliz y exitoso para ambas partes.

Un auténtico holandés errante desde su salida del Concertgebouw, la estancia de Bernard Haitink al frente del Covent Garden se extendería hasta el 2002, y yo mismo tuve la gran fortuna de ser testigo, como lo relato en un libro sobre el notable polígrafo Rafael Solana con quien compartí esta gozosa experiencia operística, del arranque de una memorable nueva gran producción de El anillo del nibelungo, de Richard Wagner; comprobamos una gloriosa función de su prólogo, El oro del Rin, por cierto durante un año (1991) de enorme actividad musical y operística por el bicentenario luctuoso de Mozart. En esta fantástica etapa de su brillante carrera, Haitink corroboró su no menos sensible gran olfato escénico, con el mismo Mozart, el Beethoven de Fidelio, Richard Strauss, Debussy, Bartók, Prokófiev, y por supuesto buena parte del amplio y complejo catálogo wagneriano.

Director todavía en activo hasta ya nonagenario, y si bien sus compromisos eran para entonces mucho más espaciados, luego de una sensible caída de regreso en el 2018 al Concertgebouw como director huésped, con una Novena sinfonía de Mahler ––por cierto, profundamente conectada con la finitud de la vida––, decidió retirarse por fin con un no menos conmovedor concierto de la Séptima sinfonía de Anton Bruckner, otro de sus compositores predilectos y de quien grabó prácticamente todo su catálogo sinfónico, al frente de la Filarmónica de Viena—ya como miembro de honor—presente entonces en el Festival de Lucerna. Los periodistas especializados Peter Hagmann y Erich Singer publicaron por esa época el sabio y más que ilustrativo libro Dirigir es un misterio, con entrevistas y ensayos que logran describir muy bien la personalidad y la trascendencia de esta gran figura de la esfera musical de concierto en las más recientes seis décadas.

Una gran pérdida, grabaciones suyas ya de antología las hay desde su larga y exitosa época al frente de la Orquesta del Concertgebouw, como los conciertos para violín de Beethoven y Brahms con nuestro entrañable Henryk Szeryng, que fueron las versiones con las cuales crecí, y los dos conciertos para piano del mismo Brahms con Claudio Arrau, que igual escuché desde mi infancia, y buena parte de la demás obra orquestal del gran genio de Hamburgo, y por supuesto todas la sinfonías de Bruckner y en gran medida las de Mahler que grabó varias veces y están entre las de referencia de ambos músicos tan identificados entre sí por su culto a Wagner. Otro dato no menos interesante es que fue el primer director europeo en grabar el catálogo completo de las sinfonías de Shostakovich, sobresaliendo la Quinta, que igual mucho oí en mi adolescencia, como su grabación del Tercer concierto para piano, de Rajmáninov, con Vladimir Ashkenazi.