En seguimiento a mi última entrega hoy abundo en lo que, en mi opinión, es una errada insistencia de las revistas especializadas, de analizar las relaciones internacionales con criterios de Guerra Fría. A primera vista, parece un diagnóstico veraz por los signos superficiales de la cooperación y el conflicto en el mundo. Cierto, la influencia de las hegemonías tradicionales y emergentes en diversas regiones geográficas, refleja rivalidades y tensiones entre naciones interesadas en definir un inédito equilibrio de poder mundial. Los componentes articuladores de esta presunta Guerra Fría serían un concepto de paz hegemónica sustentado en la amenaza del uso de armas de destrucción masiva y en el ejercicio descarnado del poder. En un contexto global indefinido, que nutre intereses nacionales amorfos y confusos, esta definición adolece de la noción central de la verdadera Guerra Fría, según la cual la paz es posible cuando hay equilibrio militar entre dos o más contendientes potenciales, con características similares de influencia y poder de destrucción a escala global.

En su concepción básica, la Guerra Fría presupone un estatus quo global estable y predecible, en el que la mayoría de las naciones emprenden acciones en temas que no afectan, en lo sustantivo, el orden mundial. En este esquema, los actores hegemónicos no manifiestan interés en la agenda virtuosa de la diplomacia multilateral, a la que identifican como válvula de escape de la comunidad internacional. También en la Guerra Fría, los actores hegemónicos definen espacios de contención e invocan argumentos de disuasión, de diverso calado, para consolidar espacios de influencia y evitar la confrontación directa. Esta fue la base del pensamiento estratégico de la segunda posguerra. Saturado de ideologías políticas mutuamente excluyentes, el “equilibrio del terror” arriesgó la paz universal con conflictos en distintas latitudes de la periferia del planeta.

El mundo actual ya no es bipolar, ni estable ni predecible. Aunque existen potencias con habilidad tecnológica creciente para desafiar la unipolaridad militar de las relaciones internacionales, la suma de los arsenales nucleares en distintas naciones desahucia argumentos de triunfo pírrico, como ocurría en tiempos del conflicto Este-Oeste. Ahora, la disuasión es más sofisticada que la espiral de la antigua carrera armamentista y ya no responde al teorema mecánico de acción-reacción. Su naturaleza reactiva va hoy de la mano con las nuevas amenazas a la paz y la seguridad mundiales y con el recurrente riesgo que entraña el trasiego clandestino de armas, que pueden ser utilizadas por terroristas y por la delincuencia internacional organizada. Sin descartar una improbable guerra atómica, la novel disuasión estratégica considera el uso de la fuerza con criterios focalizados, sorpresivos, inéditos y flexibles. De ahí su efectividad y letalidad.

Julio César, al cruzar el Rubicón, dijo: Alea Iacta Est  (la suerte está echada). Como entonces, hoy ocurre algo similar; con la moneda de la globalización en el aire, todo es incertidumbre. En un mundo sin Guerra Fría, las naciones están llamadas a construir acuerdos para una paz sustentada en el desarrollo con justicia. Es tiempo de diplomacias solidarias, asertivas y visionarias, que permitan heredar un planeta sostenible a las nuevas generaciones.

El autor es internacionalista.

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