Las ideas de renovación social y cultural rusas que desembocaron en el movimiento de los decembristas de 1825 marcaron el inicio de nuevas inquietudes liberales incluso en el seno de la literatura. En este contexto, la figura de Aleksandr Pushkin (Moscú, 1799-San Petersburgo, 1837) se erige señera, porque si bien pertenecía a una tradicional familia noble, recibió una esmerada educación francesa que igual contribuyó a gestar en su singular obra las simientes sólidas de una nueva literatura nacional, que dado su talento se proyectaron en la lírica, la narrativa y el teatro. En él se resumió toda la cultura del pasado ruso, pero con un claro reflejo del espíritu de su tiempo, encarnando en su caso la vigorosa transición manifiesta desde una honda y prolongada Edad Media, hasta un nuevo estadio romántico más libre, europeo y consciente de los derechos y de los deberes.

La obra de Pushkin abrió brecha, y fue la primera en la que se encontraron fundidas dos tendencias opuestas: la nacional, atenta a las costumbres, al folklore y a la historia, en parte bárbaras (en este sentido, la experiencia caucásica del escritor tendría un peso determinante), y la internacional, esta última de derivación europea. Obras maestras suyas son, por ejemplo, La hija del capitán e Historia de la revuelta de Pugachov ––parte de un amplio proyecto de novela histórica sobre Pedro el Grande––, y por supuesto Eugenio Oneguin, poema narrativo en el que están vivos todos los motivos de la época prerrevolucionaria y al genio de Tchaikovsky sirvió de inspiración para crear su homónima gran ópera maestra.

El talento de Pushkin, patente sobre todo en el terreno de la épica, lo cierto es que encontró fortuna en casi todos los géneros literarios. También son fascinantes muchos de sus cuentos, como La dama de picas (fuente de la otra ópera en continuo repertorio de Tchaikovsky), o Un tiro de pistola, o Dubrovski, o Las historias de Belkin, o El prisionero del Cáucaso, relatos circulares tanto en su concepción como en la profundidad psicológica de sus personajes, por lo que el propio Dostoievski lo tuvo siempre como uno de sus grandes modelos. Y de su legado propiamente lírico, de muy honda y fina inspiración, permanecen vivos El jinete de bronce y algunos de sus más descriptivos versos dedicados a la naturaleza (el shakesperiano “La tempestad” y “El camino de invierno”), vestigios de quien fue, en este terreno también, el creador de la poesía rusa moderna.

Y si se le conoce sobre todo por su paradigmático gran poema en verso Eugenio Oneguin, tuvo de igual modo disposición natural para el teatro. Su juicioso y detenido conocimiento de las obras de Shakespeare apresuró en él ciertas intuiciones, de las cuales nació, inspirado en la historia rusa, el Boris Gudonov, tragedia con escenas de enorme fuerza dramática que sirvieron como punto de partida al no menos sui generis genio de Mussorgsky para elaborar la obra suprema del teatro lírico eslavo. Coinciden en esta ambiciosa pieza de gran aliento, en el transcurso de sus veinticuatro cuadros, y como acontece en Shakespeare, los motivos de la tragedia y de la comedia, en el caso de Pushkin, en la figura central del usurpador, el zar. Poética y teatralmente define la vena más auténtica y personal de la escena épica pushkiniana, motivo suficiente para hacer de este autor, como aconteció en los demás géneros, el padre verdadero de la literatura dramática rusa. Boris Gudonov es, en este sentido, único, pues ni el mismo Pushkin repitió el experimento en grande.

Siendo Boris Gudonov un hito tanto del teatro como de la lírica musical rusos por su grandilocuencia, el talento dramático de Pushkin igual supo profundizar en la intimidad psicológica de situaciones más cotidianas, algunas de ellas de inspiración europea como El caballero avaro con el cual rinde tributo a Molière, o su versión de El convidado de piedra de Tirso de Molina (otra lectura del mito del Don Juan), o El festín durante la peste. A causa de una muerte prematura, víctima de una costumbre y una conducta sociales (en duelo), la actividad teatral de Pushkin fue más bien corta, reducida, y su más conocido guiño a la música y a la ópera se deja ver en su Mozart y Salieri, breve poema dramático sobre la muy llevada y traída relación entre estos dos músicos.

Pushkin recoge en Mozart y Salieri, proyecto dramático escrito apenas treinta y ocho años después de la muerte del gran genio de Salzburgo, la leyenda según la cual “Mozart había sido envenenado por Salieri, en un ataque de celos”. El autor ruso nos muestra a un indolente genio, razón suficiente para insuflar a los más declarados mozartianos; según él, es un ser, aunque generoso, ligero e inconsciente del valor de su propio talento. Desde el siglo XIX, a raíz del texto de Pushkin, Mozart es ya un personaje de teatro.  En la pasada centuria, y para revitalizar así esta manifiesta leyenda ––su obra, suficiente para mantenerlo vivo, es la más sorprendente de las fuentes en toda la historia de la música–, Peter Schaffer escribió su muy exitoso Amadeus, que en su primera puesta en París contó con los nombres de François Périer como Salieri y Roman Polanski como Mozart. La multipremiada adaptación cinematográfica de los ochenta del gran realizador checo Milos Forman contribuiría a eternizar esta leyenda que el genio de Pushkin lanzó al aire y el talento de Salieri ––el más mal parado–– no ha logrado atenuar.  Verdad o no, penetra con escalpelo en nuestra siempre compleja y mas bien inasible condición humana.

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