La pandemia de Covid-19, al inicio de su tercer año y controlada parcialmente, ocupa la atención de la comunidad de naciones. Por sus consecuencias en la salud de la población mundial e impacto mediático, la opinión pública con frecuencia pasa por alto otros eventos, tanto o más inquietantes, que ocurren en diversas latitudes y amenazan seriamente la paz y seguridad globales. En este contexto de tensiones crecientes y precariedad de herramientas y voluntades para evitar la escalada de los conflictos, viene a la mente la reflexión del Papa Francisco durante la Jornada Mundial de la Paz, del primero de enero último, cuando presentó elementos para fomentar “una cultura del diálogo y la fraternidad”.

Entre otros aspectos, en esa ocasión Francisco alertó sobre la importancia de la educación y el trabajo, como medios para mejorar la convivencia humana. En su opinión, la educación genera cultura y puentes de encuentro entre los pueblos, por lo que debe ser inversión prioritaria de los gobiernos. Y hablando de educación, en un gesto que constituye un notable avance para la Iglesia Católica, exigió el esclarecimiento de abusos y crímenes contra menores cometidos en planteles escolares, y hacer justicia a las víctimas. Por lo que hace al trabajo, al que definió como “factor indispensable para construir y mantener la paz”, y tras reconocer que la crisis sanitaria ha generado más pobreza extrema, Jorge Bergoglio llamó a aumentar el acceso al trabajo digno para, de esta forma, ofrecer mejores salarios, protección social y respeto a los Derechos Humanos.

En efecto, la oferta de educación y trabajo suficientes y de calidad, es la base para desactivar la polarización social e incentivar la legitimidad de los gobiernos y el desarrollo institucional de los estados. No obstante, la naturaleza esencialmente conflictiva del género humano, documentada por Thomas Hobbes en su Leviatán y marco referencial de un concepto del interés nacional definido en términos de poder, coloca esta propuesta del Papa en un plano secundario, por su carácter esencialmente moralista.

Buscar la paz por la paz no siempre es la mejor fórmula debido a que pasa por alto las condiciones estructurales que detonan los conflictos. En ese sentido y sin menospreciar la postura tomista del Papa, la prioridad está en la edificación de nuevos acuerdos políticos bilaterales y multilaterales, regionales y globales, que sean consecuentes con la realidad y los inéditos retos estratégicos y de seguridad que entraña. No exenta de riesgos y tensión, la coyuntura revela la necesidad de reconocer y atender, con objetividad, las motivaciones y gestos de hegemonías antiguas y emergentes, que en una transición global inacabada aspiran a conformar nuevas zonas de influencia y a establecer un equilibrio de poder distinto al de la Guerra Fría. Para la diplomacia el reto es mayúsculo y pasa por la identificación de un nuevo arreglo político global, cuya aceptación dependerá de su capacidad para concitar un mínimo de legitimidad entre todos los actores de las relaciones internacionales. Mientras no se alcance ese nuevo arreglo, será difícil materializar la idea del Papa, mencionada en la antes citada Jornada Mundial, de que la paz es un bien “contagioso”, que se propaga entre quienes la desean.

El autor es Internacionalista.