Por la forma de conducir los asuntos públicos del presidente Andrés Manuel López Obrador, México ha estado inscrito en la fase de polarización y de descalificación excluyente a partir del resultado electoral del 2018 y el inicio del actual período presidencial. La confrontación y la división han sido los planteamientos emanados de Palacio Nacional para la rendición de quien disienta o, al menos, su sujeción a las intimidaciones del poder presidencial y sus ramales.

Ese clima en el ámbito de las relaciones del gobierno con otros actores políticos, que si bien no es deseable podría ser explicable en la retórica del cambio que se promueve desde la presidencia, ha imperado también para los distintos sectores de nuestra sociedad: el económico de la iniciativa privada, el académico de las instituciones educativas, el social de las organizaciones cívicas y el de la información y la crítica de los medios de comunicación, bajo un denominador común de raíz autocrática: quien discrepa es enemigo y no ha de tener espacios —ni siquiera incómodos— para su desempeño.

Un problema detectado desde el comienzo del mandato presidencial en marcha es la confusión de un resultado electoral democrático con el equivalente al triunfo de una revolución y la destrucción del régimen depuesto. No hubo tal; la épica —gran simulación— de la transformación sólo podría hacerse por medios políticos (la mitad del país no votó por Morena y sus aliados) y vías democráticas en la forma y en el fondo. Pero no ha habido política, sino pretensión de imposición con pálidos bastidores de diálogo.

¿Cómo está México? La nación está políticamente en un clima de discordia emanado desde el poder presidencial; económicamente en la incertidumbre del futuro inmediato para la inversión, el empleo y el poder adquisitivo de la moneda; socialmente en la realidad de la retórica del bienestar con el incremento de la pobreza y la pobreza extrema en términos reales, el retraso educativo y la crisis de los servicios de salud; ambientalmente en la postergación de los compromisos que deberían cumplirse por responsabilidad con las generaciones futuras de compatriotas y con la humanidad; y culturalmente en el abandono de la generación de espacios y oportunidades para la rica y contrastante diversidad de lo que somos como pueblo.

Las cosas no van bien. La muletilla de los “otros datos” no alcanza para enfrentar la realidad. Sumemos el clima de inseguridad y la ausencia de resultados de las políticas y estrategias de seguridad pública en la mayoría del territorio nacional.

¿Qué ocurrió en los últimos días? Ante un reportaje periodístico de Carlos Loret de Mola en Latinus sobre la vida de lujo en Houston del hijo mayor del Ejecutivo, José Ramón López Beltrán, su padre ha faltado a la serenidad, la cordura y la prudencia que se espera de quien tiene la más amplia responsabilidad pública en el país. Ya no es la táctica de buscar un distractor, sino la voluntad de recurrir al poder del ejecutivo y la presión a otros poderes y ámbitos públicos para descalificar, perseguir y destruir.

Con su carga de simulación para pretender evadir la ilegalidad en que incurrió, ¿por qué la virulencia y la zafiedad del ataque?

En síntesis, el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en 2018 se debió a tres causas: la inseguridad pública, la ausencia del reflejo en la economía familiar de las buenas finanzas públicas y la extendida percepción social de hechos de corrupción en las altas esferas del gobierno.

La primera causa se mantiene presente y tiene tendencia negativa, con el agravante de inversiones sin precedentes que no dan ni darán fruto porque la necesaria formación de policías profesionales en los tres órdenes de gobierno no es objetivo de esta administración.

La segunda causa resurge con más intensidad, porque la confianza en acuñar una sociedad subsidiada con dinero público no genera desarrollo social, progreso y elevación de las condiciones materiales de vida.

Entonces todo pende de la propaganda alrededor de la corrupción y lo que ocurrió en el pasado, que sin duda debe ser investigado, juzgado y sancionado. Sin embargo, quien ha hablado constantemente de ello y ha enfrentado sin más argumento que su aval las denuncias con pruebas de falta de probidad de colaboradoras, colaboradores y familiares, vio derrumbarse su credibilidad general y aún ante algunos simpatizantes por los ya varios conflictos de interés que deben investigarse ante los empleos e ingresos de su hijo y su nuera en los Estados Unidos.

No me detengo en si faltó una estrategia adecuada de control de daños al presidente de la República, porque quienes lo han destacado acreditan el piso de las irregularidades ocurridas y la crisis real derivada de hechos que han sido más expresivos que la palabra.

La perspectiva del Ejecutivo se extravió porque se impuso su condición de padre y su propensión a victimizarse. No obstante, los conflictos de interés develados son contundentes y cobrarán la factura porque no es el hecho de que sus familiares no sean congruentes con lo que él postula, sino el derrumbe de la condición ética que le atribuyeron. Su derrota es moral, como la que pretendido endilgarle a la pluralidad que no concuerda con sus ideas y propuestas.

Es el plano de las percepciones y los sentimientos que definen las actitudes y voluntades en las urnas, pero las conductas presidenciales deben apreciarse —desde luego— en el plano de las responsabilidades públicas. Ahora, como en otras ocasiones y como sucederá en el futuro, acredita de nueva cuenta su incapacidad para desempeñarse como jefe de Estado y como cabeza del gobierno. Aunque en el cargo público, en realidad se afirma como dirigente de un movimiento y jefe de una facción en el país.

No ha aflorado la visión de Estado con objetivos nacionales para un país diverso y complejo. No ha emergido el programa de gobierno sólidamente anclado en el acuerdo social amplio y los cauces de la ley. En la política que extrae a los titulares del poder público de la competencia entre partidos, la actuación del mandatario ejecutivo como jefe de Estado y de gobierno es sutil, pero no tenue. Nuestro Ejecutivo Federal ni siquiera ha buscado hacerlo de forma leve o superficial.

Es un momento de mucho riesgo para la convivencia democrática. La confrontación polarizante ha producido que la información y la opinión crítica que corresponden a una sociedad de personas libres se aprecien en Palacio Nacional como una intención desestabilizante. Es la conclusión autoritaria que pretende reducir la nación a un movimiento y al pensamiento de su caudillo.

Es un momento de una coyuntura no deseada en el contexto del proceso de revocación del mandato en marcha. Si la ciudadanía libre —sólo en mínima parte— y las oposiciones no lo solicitaron, sino que fue la acción fraudulenta de Morena para transformarla en “ratificación”, la reacción a los despropósitos presidenciales de este momento generaría el efecto de elevar la participación y contribuir al ejercicio propagandístico del Ejecutivo.

Es un momento para profundizar y recrear una propuesta nacional de afirmación y defensa de valores y principios incluyentes de la pluralidad política: respeto de las libertades y derechos de las personas; reconstrucción de la confianza en la inversión y el emprendimiento; planteamientos, medios y metas medibles para atender el rezago social y la desigualdad; adopción seria y firme de acciones contra el cambio climático; y colocación de las agendas de las mujeres y los jóvenes como prioridades nacionales.