A partir del error fundamental del Ejecutivo Federal de pensar y realmente creer que en el corto espacio de un período presidencial se pueden resolver problemas que por sus antecedentes y su complejidad requieren planes estructurados y acciones de mediano y largo plazo que se asienten en amplios acuerdos políticos y sociales, la desesperación del inquilino de Palacio Nacional aparece cada vez con mayor frecuencia.

Se habla a la ligera y se establecen objetivos y fechas para alcanzarlos sin el sustento racional, político y técnico necesarios. Los plazos se cumplen y las metas no se concretan, o bien se concretan en un enésimo ejercicio de simulación.

Quizás el saldo más peligroso de esta gestión presidencial es el ánimo de suplir la acción gubernamental con el programa matutino de información y opiniones gubernamentales que concibe, produce, dirige y conduce el presidente de la República. La conferencia “mañanera” es el gobierno y el gobierno se agota en la versión estenográfica de las palabras presidenciales. El Ejecutivo está dedicado a ese ejercicio de propaganda, no al desempeño de sus funciones constitucionales. En el fondo está la paradoja de no asumir y desplegar las responsabilidades, sino de hablar para reconvenir, descalificar, simular, ocasionalmente justificar y, sobre todo, distraer.

La desesperación proveniente de una gestión con muy pocos resultados y con múltiples incumplimientos eleva la tendencia a faltar a la lógica y la sustentación en las afirmaciones del Ejecutivo Federal, como sus osadas aspiraciones de crecimiento del PIB para 2022, 2023 y 2024. Sin embargo, ello no radica, como bien podría pensarse, en si se concluirán las obras de infraestructura en marcha o si se han sentado las bases de la transformación —por cierto sin conceptos que permitan distinguir su contorno y alcances—, sino en el alejamiento de su inquietud mayor: pasar a la historia como un gran presidente (el mejor, creo recordar que dijo alguna vez).

La cuenta regresiva política empezó hace tiempo y la cronológica marca la pendiente de la salida. Destacan entre las conductas más acentuadas: (i) la concentración de poder que ha sido decisión primera y constante, al tiempo que ha ido delineando una voluntad autocrática; (ii) el rechazo a la pluralidad democrática ha figurado como el eje del reproche a quien piense y proponga algo distinto, así sean matices, que ha ido perfilando una concepción intolerante porque descalifica y censura; y (iii) el desprecio por el orden jurídico y la esfera de derechos y libertades de las personas, al asumir al primero como ilegítimo si contiene valores y principios que no comparta o estime le estorban, y a la segunda como el producto de ideologías que desprecia, cuando son la esencia de la convivencia democrática.

Son actitudes que desconocen la existencia de México como un país diverso que fue abriéndose paso a lo largo de varias generaciones a la expresión y práctica de un Estado democrático de derecho.

El afán de trascender históricamente en forma positiva no reparó en el desgaste de esas conductas para el juicio de las generaciones presentes y futuras. Hay ahora muchos frentes abiertos cuya dinámica no depende ni se podrá ubicar bajo el control presidencial: toda aquella persona o conjunto de personas que hayan padecido o padezcan la concentración autoritaria del poder, el rechazo al pluralismo político y la violación de los derechos humanos y al orden jurídico a consecuencia del poder presidencial. Ejemplos hay demasiados. El hecho es que su abundancia no ayuda a la gobernabilidad y convoca a que la ciudadanía se organice aún más y exija la rendición de cuentas en los comicios y en la práctica de las auditorías previstas por las leyes.

La popularidad presidencial, promovida por su aparición cotidiana en la “mañanera”, es propia y perentoria. En un sistema constitucional sin reelección presidencial -consecutiva o discontinua-, la popularidad de los expresidentes carece de relevancia. Y popularidad sin resultados que trascienden al futuro no lleva al lugar imaginado en la historia nacional. Desesperación por acentuarse.

Para quien recurre a la distracción de la sociedad informada como método ordinario para evitar la reflexión y crítica pública sobre los problemas del país y sobre hechos concretos que permiten visualizarlos, el desgaste del método ya es visible. Una y otra vez se ha recurrido a esta práctica. Ahora, las condiciones llevan a una de sus versiones más burdas y sin sentido.

Se acumularon las denuncias sobre hechos de corrupción de personas que colaboran en el Gobierno Federal y sobre personas vinculadas directa y familiarmente con el presidente Andrés Manuel López Obrador. En un camino de denuncias públicas que han alcanzado los procedimientos administrativos y las investigaciones sobre conductas presuntamente delictivas, destacadamente el financiamiento de Morena en su formación y para los comicios del 2018, se divulgó la punta del iceberg de un posible conflicto de intereses que involucra a José Ramón López Beltrán.

Es entendible que la investigación periodística sobre el nivel y estilo de vida del hijo del presidente de la República en Houston, motive la suspicacia ciudadana y reclame la realización de una investigación administrativa imparcial sobre el acceso a casas de lujo y beneficios que implican a una empresa estadounidense que obtuvo importantes contratos de prestación de servicios con Petróleos Mexicanos y para la cual ha prestado su colaboración profesional la esposa de José Ramón López Beltrán.

La credibilidad del discurso presidencial sobre la austeridad y el combate a la corrupción se ha erosionado. La cuestión está y estará en el centro de la deliberación pública y en las conversaciones sociales más amplias. La contundencia del golpe puede colegirse de la reacción presidencial: no el ataque y la descalificación a quien difundió y editorializó el reportaje, el periodista Carlos Loret de Mola, sino la vituperación y recriminación a la comunicadora Carmen Aristegui, quien pasó de merecer respeto a ser sujeto de ofensas sobre su ética profesional en un instante.

Los hechos son duros: una persona sin fortuna ni medios vive a todo lujo en los Estados Unidos y los medios parecen provenir de la labor de su cónyuge para una empresa petrolera de ese país que presta servicios a PEMEX. ¿Favoritismo? ¿Privilegios? Debería investigarse a fondo, pero no lo hará esta administración que optó por que el Director General de Petróleos Mexicanos informara —por sí y ante su jefe— que los contratos se otorgaron sin influencia del hijo del Ejecutivo Federal.

La explicación no convence ni amarra. Entra un distractor mayúsculo del Ejecutivo: establecer una “pausa” en las relaciones diplomáticas entre nuestro país y España. Cualquiera que sea el significado de esa declaración en el ámbito de la diplomacia, la relación política ha estado estancada por la postura de reclamación del presidente López Obrador al Estado Español en torno a los múltiples hechos del surgimiento de la Nueva España.

En la desesperación que va creciendo surge la denuncia de corrupción y se recurre a la distracción. No hay ninguna mesura: las relaciones entre Estados y con mayor razón las históricas y culturales más profundas no están a disposición del interés político personal, porque son patrimonio de toda la sociedad. Ser y ejercer como jefe del Estado no es una conveniencia sino una responsabilidad.