En el 2016 se conmemoró el cuarto centenario luctuoso de William Shakespeare (Stratford 1564-1616), año en que se hicieron toda clase de acercamientos a la obra magnánima y multitonal del más grande dramaturgo de todos los tiempos, y por tratarse también de uno de los poetas ingleses más notables, uno de los escritores por antonomasia de la literatura universal. Su gran admirador Víctor Hugo decía de él con justa razón: “Es la catedral gótica más imponente de la literatura dramática”. Si bien se sabe poco de la persona, la vida de Shakespeare estuvo dedicada en cuerpo y alma al teatro, no sólo como autor inagotable en muy distintos géneros, sino también como actor, director y empresario en lo que era El Globo.

Uno de los complejos literarios más analizados y leídos, la obra dramática de Shakespeare ha sido objeto de toda clase de paráfrasis y adaptaciones; textos neurálgicos de su variopinto catálogo como Hamlet, Romeo y Julieta, Otelo, Ricardo III, La fierecilla domada, Sueño de una noche de verano y por supuesto Macbeth han encontrado en el mismo teatro, el drama musical, el cine y la televisión ajustes para un mayor y más variado público. Considerado en su conjunto, el mundo de Shakespeare es a un mismo tiempo maravilloso y terrible, religioso y profano, y cada uno de sus héroes representa, inicialmente, un sentimiento individual; pero, a medida que la situación dramática progresa, dicha individualidad va en aumento hasta asumir proporciones que ya no son privadas, sino que conciernen a la totalidad de los hombres, he ahí su grandeza.

Quizá sean los dramas históricos los que proporcionan uno de los aspectos más notables, cuando no el principal, de la fuerza dramática de Shakespeare, y todos ellos, además de sus elevados valores humano, teatral y poético por separado, también resultan importantes conforme nos transmiten una idea por demás clara de cómo los isabelinos ––y, por consiguiente, los ingleses del Renacimiento–– entendían la historia. Bajo el cobijo y la sombra ingentes de tal portento de sabiduría inagotable, de su genio, infinidad de paráfrasis y composiciones diversas siguen poblando otros muchos espacios y momentos de los quehaceres artístico e intelectual, varios de ellos apenas pretexto si acaso decoroso que no siempre han logrado sobrevivir por sí mismos. Creaciones unas incidentales, otras más independientes, ponen en claro, sin embargo, la tan genuina como potentada significación atemporal del legado shakesperiano.

Perteneciente al tercer y más prolífico periodo de creación del sinigual poeta-dramaturgo de Stratford, la tragedia de Macbeth (1606) representa su obra maestra por excelencia, la plenitud de su gran genio. Prodigio de intensidad dramática, en ella la cuerda de la ambición llega a la desmesura al encarnarse en una mujer (Lady Macbeth) que domina la débil voluntad de su esposo y lo conduce al asesinato y a la muerte; la violencia barroca de sus imágenes, partiendo de una situación delictiva, se hunde en la negación absoluta de la vida, que se convierte en la “historia de un idiota”.  Inspirada en una antigua y fatídica crónica, es la tragedia más oscura y medieval de su autor, y en la cual, como en El Rey Lear, Shakespeare nunca llega a abandonar el tono sombrío. De vuelta a un periodo casi legendario de la historia británica, corresponde a la madurez tanto poética como dramática de tan incomparable polígrafo inglés, de nuevo en torno al asunto de la sucesión al trono y las consecuentes tragedias a causa de la enfermiza avidez humana de bienes y de poder. Constituye a la vez una de las obras más desconsoladas del enorme talento trágico de su creador, con cierta intervención en ella del hado, personificado aquí por esas tres brujas que le predicen a Macbeth el futuro y con ello le niegan así toda opción de libre albedrío. Retrato de la condición humana, de la ambición política, es de una vigencia pasmosa, como suelen serlo los clásicos.

Ya sin la mancuerna de su hermano Ethan que ahora se dedica precisamente al teatro, el mayor de los Coen, Joel, emprende con su reciente Macbeth (Estados Unidos, 2021) el más teatral de sus trabajos, y con ello su homenaje más personal al gran escritor inglés que confiesa ha sido esencial en su desarrollo tanto existencial como artístico. Y si bien el texto de Shakespeare está casi en su totalidad y sin alteraciones, se trata de una adaptación porque la fuerza de las imágenes “pretenden” estar a la altura del discurso, magnificarlo, si bien su grandeza no necesita más que del talento de quienes lo trasladen al escenario para el cual fue escrito y lo interpreten y digan como debe hacerse. Y este homenaje a Shakespeare tiene peso específico no sólo por el talento probado del realizador norteamericano que ahora ha decidido caminar en solitario, sino además porque en la paradigmática tragedia escogida no hay cabida alguna para el que ha sido su estilo característico más acorde a la sátira, al humor negro. Sin embargo, el Joel Coen visual se muestra de cuerpo entero, sin ataduras, aquí a través de un no menos elocuente gran guiño al expresionismo y a otros realizadores que admira como su paisano Orson Welles, o el sueco Ingmar Bergman, o incluso el japonés Akira Kurosawa, tres grandes también sacudidos por el genio shakesperiano y su monumental gran tragedia en derredor del innoble escocés.

El sobrio y a la vez vigoroso discurso visual de la puesta de Joel Coen se potencia al haber escogido el blanco y negro que el talento de Bruno Delbonnel traduce en hermosos e indefinidos claroscuros que bien acompañan la fuerza del texto y su naturaleza entre real y fantasmagórica, porque nadie como Shakespeare, escribió Freud, ha conseguido penetrar con tales elocuencia y rigor en los entretelones del sueño y de la inconsciencia. Y si bien la opinión más especializada se ha dividido en sus juicios a favor o en contra, una adaptación de un clásico de esta envergadura siempre tendrá que cargar con el estigma de que se inspira en la perfección, que como en otros casos anteriores tiene la difícil tarea de trasladar a otro lenguaje lo que fue concebido para la escena. Pero Coen subraya su respeto irrestricto al escritor y a su obra, y lo hace con los recursos que tiene a su alcance y con un talento y un oficio incuestionables, que no pretende ni mucho menos agregar nada extra a esa perfección, sino sólo ponerse a su servicio con dignidad y elocuencia.

Con su actriz de cabecera y de mayor confianza, la ya probada y premiada Frances McDormand, quien es además su esposa, y el también primer actor Denzel Washington, Joel Coen consigue por otra parte un documento cinematográfico maduro e independiente, con vida e identidad propias, que ya es mucho decir tratándose del acercamiento a un autor y una obra de estas dimensiones. Y uno de sus mayores atributos es que su estética coincida con la naturaleza del texto y no vaya a contracorriente, como en otros muchos casos donde la vanidad se impone y la fuente primaria de inspiración se desdibuja y pasa a convertirse apenas en pretexto al servicio del firmante. Shakespeare y su Macbeth siguen siendo aquí la columna vertebral y la razón de ser, y eso siempre se agradece.

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