Los fatales resultados de la llamada Operación Cartago por parte de la RAF británica contra células de la Gespapo en el corazón de Copenhague, el 21 de marzo de 1945, confirma una vez más el absurdo de la guerra. Hecho poco conocido de la Segunda Guerra Mundial porque fue una pifia del bloque aliado y la historia la escriben siempre los “vencedores” ––en sentido esticto, en el absurdo de la guerra sólo hay perdedores––, parte de la redada se dirigió por error contra una escuela católica cercana donde murieron y se hirieron gravemente a más de dos centenares de civiles inocentes, sobre todo niños escolares.

En medio del conflicto bélico en el corazón de Ucrania y donde la población civil vuelve a ser la mayor víctima, prevaleciendo otra vez la cerrazón y no la sensatez, la estulticia sobre la prudencia, el odio sobre la bondad, hemos podido ver, en una de las más populares plataformas, Una sombra en mi ojo (Dinamarca, 2021), del danés Ole Bornedal. A partir de un impecable guión del propio realizador, y si bien reconstruye al pie de la letra los arriba citados acontecimientos aun palpitantes en el inconsciente colectivo de la tierra de Hamlet, Bornedal consigue trazar un muy humano y desgarrador drama colateral que involucra a varios supuestos personajes atrapados en medio de la vorágine bélica.

Las historias aquí entrecruzadas las protagonizan entes de carne y hueso y no estereotipos carentes de alma, de sentimientos a flor de piel, de crisis existenciales y de fe que en medio del caos suelen aflorar y acrecentarse. Aquí no hay un planteamiento maniqueo de buenos y de malos, de víctimas y de victimarios, porque la guerra sólo destruye y deja a su paso heridas muy profundas, acrecienta odios y resentimientos, haciendo patente más bien la irracionalidad y los rasgos más oscuros de una condición humana preponderantemente proclive al exterminio y la depredación.

Pero el creador también apuesta aquí por hacer notar que en medio de esa ofuscación de igual modo suelen aflorar la compasión y la solidaridad, el perdón y el arrepentimiento, porque en la naturaleza del arte está presente el querer volver al orden lo que es caos, el creer posible que el instinto de Eros se sobreponga al de Thanatos. Si la guerra destruye y traumatiza,  en medio del dolor y la confusión suelen emerger de igual modo la indulgencia y el respeto por la vida. Si por desgracia no siempre ganan el equilibrio y la prudencia, el arte de verdad insiste en mostrarnos de cuánto podemos ser capaces para mal y para bien, y si muchas veces pareciera obsesionarse en descorrer el velo de las aberraciones, es porque en el fondo busca hacernos saber y estar conscientes de que mientras haya vida no todo está perdido.

El cine de este capaz y experimentado director danés se identifica generalmente por historias y personajes en estado límite, incluso en sus conocidos thrillers de naturaleza más comercial, y Una sombra en mi ojo no es la excepción. El más ambicioso de sus proyectos, por encima de su anterior 1864, esta película en derredor de los tristes acontecimientos que desataron la llamada Operación Cartago constituye de igual modo su producción con mayor respaldo económico, destacando la impecable fotografía de su otras veces colaborador Lasse Franck Johannessen y la música en colectivo de Marco Beltrami, Buck Sanders y Ceiri Torjussen.

Y su extraordinaria puesta también ha dado especial atención a un elemento que me parece en el cine siempre juega un papel fundamental, y es la elección de un casting ad hoc, encabezado por formidables y probados actores daneses. Los tres niños principales resultan una autentica revelación, en especial el jovencito que con la guerra se traumatiza y en medio de la peor crisis de igual modo se ve obligado a reaccionar y volver a hablar para ayudar a los demás. Ellos encarnan la inocencia que aquí contrasta con el ambivalente comportamiento de los adultos apresados en los prejuicios y en el qué dirán, bajo el yugo de una inercia cultural que los obliga a repetir patrones y modelos preestablecidos, por paradójicos que resulten bajo la óptica de la razón o de otras culturas obcecadas igualmente con otros patrones distintos. De ahí los desacuerdos y las intransigencias que conllevan a la beligerancia.

Quizá esta Con una sombra en mi ojo no sea precisamente una película de época, pero en cambio resulta honesta y congruente, sumamente actual y pertinente, impecable en su hechura y en su intención de reflexionar en un pasado cercano que evidencia más lo inadmisible de la realidad actual. El título mismo atestigua el sentido del largometraje, su tesis central, porque siempre frente a la mirada de los más inocentes y de los niños todavía un poco al margen de las deformaciones culturales se hace más notorio el absurdo de un mundo que sólo los humanos “adultos” nos hemos encargado de alterar y destruir. En este sentido, la realidad suele superar siempre a la ficción en sus aberraciones, y el artista sólo es quien en su juicio y su sensibilidad la saca de foco, como el llamado esperpento del noventaochista español don Ramón del Valle-Inclán, para hacernos caer en razón de cuanto hemos sido capaces de descomponer a nuestro paso arrático por el mundo.

Una sombra en mi ojo, del danés Ole Bornedal, debe tratar de verse con esta óptica, porque ya pareciera lugar común decir que nuestra condición humana suele ser la única especie que acostumbra tropezar ––no una sino infinitas veces más–– con la misma piedra, por ceguera, por obstinación, pero sobre todo porque la megalomanía y la ambición nos obnubilan.