Resulta alentador que un asunto en el cual la deliberación y la consideración públicas se encontraban en ámbitos todavía restringidos de nuestra sociedad, poco a poco ha ido adquiriendo un lugar más destacado en la atención de la ciudadanía. Es una dimensión diferente a la que suscitó la propuesta de su inclusión en la Constitución y la aprobación de las normas para que la revocación del mandato formara parte de las figuras de democracia semi-directa o participativa del sistema político mexicano.
Más allá del debate sobre la pertinencia de su establecimiento, el hecho es que hoy forma parte del catálogo de derechos políticos de la ciudadanía. A partir de la propuesta que impulsaba el presidente de la República, las fuerzas políticas representadas en el Congreso establecieron la posibilidad de la terminación anticipada del Ejecutivo Federal en su cargo -y también de los Ejecutivos locales-, si se reunía la solicitud de por lo menos tres por ciento de las personas inscritas en la lista nominal de electores, distribuidas en 17 entidades federativas o más con ese porcentaje, bajo la premisa de habérsele perdido la confianza.
Como premisas adicionales para apreciar el panorama y el momento político presente, cabe señalar que: (i) no se previó ni estableció un procedimiento para ratificar a la persona titular de la presidencia, dado que es inútil e innecesario porque el período de desempeño es fijo; (ii) sólo puede realizarse una vez en cada período presidencial después del tercer año y votarse con un mínimo de 90 días posteriores a la convocatoria y en fecha distinta a cualquier jornada electoral; (iii) el resultado sólo será vinculante si vota como mínimo el 40 por ciento de la lista nominal de electores (aproximadamente 37.3 millones de ciudadanas y ciudadanos) y la mayoría absoluta opta por retirar del cargo al Ejecutivo; (iv) sólo corresponde al INE la organización, desarrollo, difusión y promoción del proceso; y (v) los entes públicos y los partidos, así como quienes despliegan sus funciones en unos y otros, tienen prohibido destinar recursos y hacer propaganda a favor o en contra de la participación en la revocación y sobre el sentido de la voluntad ciudadana.
Tras las polémicas por el contenido y alcances de la ley secundaria y la impugnación de la constitucionalidad de algunas de sus disposiciones, y por la asignación presupuestal necesaria para la organización del proceso de revocación por el INE con el número de casillas y materiales homólogos a la realización de comicios presidenciales, la cuestión para la ciudadanía -como el Hamlet de Shakespeare- es votar o no votar.
¿Ejercer el derecho ciudadano o no hacerlo? Antes de ver los matices, apreciemos una parte de la realidad. El sistema de Morena (quienes están en el gobierno, los grupos parlamentarios o el partido) ha promovido y promueve la tergiversación de la figura para impulsarla como un voto para que continúe el Ejecutivo; ha organizado a sus partidarios, simpatizantes y beneficiarios de programas gubernamentales para -qué paradoja- solicitar la revocación de su líder real; y ha hecho y hace propaganda prohibida por la Constitución en favor de su causa en términos ratificatorios. Por su parte, los partidos de oposición rechazan el ejercicio porque aprecian y denuncian el fraude a la figura constitucional.
Recapitulemos los matices: participar y votar por la continuación del Ejecutivo para que no se interrumpa y se consolide la llamada “cuarta transformación”; participar y votar por la revocación del presidente de la República para evitar mayor deterioro al país y la destrucción de instituciones, principalmente el INE, lo que entregaría al actual mandatario ejecutivo federal el control de las elecciones; o abstenerse de participar para prevenir se alcance el 40 por ciento de los votos de las personas electoras, revelar el respaldo duro del Ejecutivo y diagnosticar dónde se encuentra y cómo se vincula y moviliza.
Todo depende de la valoración de cada persona sobre el presidente de la República y su gestión.
¿Cuál es la otra parte de la realidad? Varias pinceladas: (a) el país está altamente polarizado por la forma en la cual se conducen los asuntos públicos desde Palacio Nacional. La división está muy marcada y las fuerzas en favor del gobierno y en favor de una opción distinta muestran equilibrios nacionales (ver el resultado agregado de esos extremos en 2018 y 2021);
(b) el Ejecutivo de la Unión disfruta todavía de una aprobación mayor al 50 por ciento en cualquier encuesta de opinión. Ello revela que no existe el sustrato de la pérdida mayoritaria o generalizada de la confianza en su persona para desempeñar el cargo hasta el 30 de septiembre de 2024;
(c) los aparatos gubernamentales federal y de las entidades federativas con Ejecutivo de extracción morenista o de sus aliados electorales, así como las estructuras partidarias afines, están obligados a la organización y movilización de sus militantes, simpatizantes y beneficiarios para acudir a las casillas el 10 de abril y votar por la inexistente “ratificación”; y
(d) la consigna en el sistema morenista es por elevar al máximo la participación y los votos para la “continuación” del presidente de la República, al grado de que sus integrantes han violado la Constitución y las leyes, y tan pretenden seguir en ello que buscan decirle a las autoridades a cargo de aplicar la ley (mediante un decreto que así lo ordene) cómo deben interpretarla para que esas irregularidades queden impunes.
Ante estos componentes y un pueblo que tiene -por diversas razones- un abstencionismo de muchas décadas, aunque con repuntes de participación importante cuando -literalmente- tiene que votar en defensa propia, ¿qué tenemos para resolver la cuestión de participar o no, en la hipótesis de que se califique negativamente al inquilino de Palacio Nacional y se desee la terminación anticipada de su responsabilidad?
Tenemos un país polarizado; un Ejecutivo con aprobación más que suficiente para resistir el proceso; un aparato público y una estructura partidista con consigna de movilizar; una ausencia de liderazgos auténticos llamando a la revocación; unas personas de buena fe que valoran la oportunidad de revocarlo; y un desequilibrio muy apreciable entre la posición del Ejecutivo y sus aliados y la de quienes piden a la ciudadanía que se le revoque.
El proceso en marcha es una trampa para esa ciudadanía de buena fe. Se pretende que con su concurso y voto legitimen un fraude a la Constitución, urdido por la persona a quien desean retirar de la presidencia. Se vale tener ilusiones, pero no ser personas ilusas. Dice un principio jurídico que no puede alegarse la torpeza propia en beneficio de uno mismo.
Dos acápites: donde habrá comicios en junio saquen cuentas de acabar legitimando a Morena el 10 de abril, y donde la aprobación presidencial no pudiera equilibrar al rechazo, ¿quién explica y encabeza -una entidad federativa, por ejemplo- que ahí el Ejecutivo ha sido “revocado”?
Este no es el momento para desechar la “cuarta transformación”, sino 2024.