Con siete nominaciones previas en los Oscares, desde su debut como realizador cinematográfico en 1989 con una precoz gran lectura de Enrique V que igual le mereció aparecer en la categoría de Mejor Actor Principal, dentro del complejo e inagotable universo shakesperiano que ha sido su gran especialidad, el multifacético Kenneth Branagh gana por fin su primera estatuilla pero por Mejor Guión Original. Como la muy celebrada Roma de nuestro dilecto Alfonso Cuarón, el notable creador británico vuelve con su no menos autobiográfico gran largometraje Belfast (Reino Unido, 2021) al convulsionado barrio de su infancia, microcosmos en el cual aquí se concetra a sus ojos una añeja e intestina rivalidad religiosa entre católicos y protestantes que se extendió en Irlanda del Norte por casi tres décadas.

Desde la perspectiva de otro sensible e inteligente niño que intempestivamente ve alterada la tranquilidad de su comunidad más inmediata, Belfast coincide con otros recientes filmes que igual se han detenido en temas neurálgicos como la importancia de la familia y la inocencia en contraste con la recurrente manía de los adultos por destruirlo todo. Desde esa mirada ingenua pero a la vez penetrante se observa con sorpresa y angustia cómo los mayores a su alrededor violentan una existencia que antes parecía al menos momentáneamente apacible, si acaso sólo sacudida por el bullicio del juego, por la algarabía de algunos clásicos cinematográficos con los cuales descubre su pasión por el séptimo arte.

Como en la citada Roma de Cuarón, o incluso en la aquí ya antes documentada Una sombra en mi ojo del danés Ole Bornedal, el guión del mismo Branagh ahonda en el pasado y vuelve a una tierra prometida que por una u otra razón se ve violentada por desacurdos y diferencias que a lo largo de la historia han desembocado en guerras y en conflictos intestinos sin aparente solución, porque en los seres humanos suelen prevalecer el fanatismo y la intransigencia. Si bien en Belfast pareciera predominar la esfera costumbrista sobre la social, el ambiente local sobre el periférico apenas manifiesto de trasfondo, el añejo odio entre católicos y protestantes es aquí el telón tras bambalinas que al pequeño y a sus seres queridos los obliga al ostracismo y al exilio, con la triste mirada de sus mayores ancianos a quienes sólo les queda alentarlos a seguir su camino sin mirar atrás, incluida la hermosa niña con quien descubre su primer amor.

La estupenda puesta del gran director, guionista y actor irlandés es aquí detallista y arriesgada en su formato y en su estilo, en el manejo alterado y fuera de lo común de una cámara por momentos engañosamente improvisada en sus focos y paneos, en sus encuadres, simulando la mirada de ese niño que vive entre su imaginación prolija y una realidad absurda y destructora, como la pequeña de esa no menos hermosa y a la vez aterradora historia contada por Guillermo del Toro en su también atípica y reveladora cinta El laberinto del fauno. Como en el multipremiado Cinema Paradiso de Giuseppe Tornatore, el pequeño artista entonces en ciernes de Belfast tiene que dejar su entorno inmediato e irse a acabar de formar en un mundo habitualmente conflictuado ––si quieres descubrir el mundo, conoce primero tu aldea––, para regresar años después a ese microcosmos y terminar de entender quién es y por qué ha hecho lo que ha hecho en el terreno de la creación.

Al fin primero teatrista de formación y con un probado culto shakesperiano como piedra angular de su prestigio dentro y fuera de los escenarios, en el cine y la televisión donde igual ha construido una carrera sólida, tanto en la escritura del guión como en su realización vuelven a tener un peso específico el texto y su impecable trabajo con extraordinarios actores aquí encabezados por dos primeros intérpretes británicos de prosapia como la inglesa Judi Dench y el también irlandés Ciarán Hinds. Ellos no son aquí precisamente los protagonistas, pero su solvente trayectoria contribuye bien a cobijar el acertado trabajo de los jóvenes Caitriona Balfe y Jamie Dorman, y por supuesto del niño Jude Hill que a sus once años es cabeza de reparto y está a la altura de todos sus demás compañeros mayores.

En blanco y negro, como Roma, la estética de Belfast lo contrasta con el color que a borbotones invaden la ficción y la propia imaginación del chico, con el respaldo de una extraordinaria y artística fotografía de Haris Zambarloukos. Como en las películas mudas donde había una introducción y un interludio musicales, una amplia panorámica a color de la ciudad nos interna en una en apariencia tranquila realidad revuelta por un conflicto religioso de vieja data y que de todos modos permanece latente como un volcán siempre en riesgo de volver a hacer erupción en cualquier momento. La música de los sesenta donde se ubica acompaña la acción y en sus distintos ritmos igual subraya el estado anímico de los personajes que se resisten a abandonar su casa y su país, porque el exilio siempre implica abandono, ruptura, nostalgia, saudade, como dicen los portugueses.

Con cuatro nominaciones en algunas de las más importantes categorías y una sola estatuilla, Belfast es a mi juicio la gran perdedora en la pasada entrega de los Oscares, y por debajo de ella, El poder del perro, de la también talentosa realizadora neozelandesa Jane Campion que ganó la de Mejor Director que a Kenneth Branagh le ha sido negada en sus ya más de seis lustros de una carrera sostenida y valiosa. Y confieso que estas dos eran mis dos películas favoritas. El gran realizador irlandés tendrá que seguir esperando a que en la ruleta de los intereses de los miembros de la Academia entre ese año el tema escogido por el cineasta, si bien Belfast parecía una buena oportunidad para ello.