Los acontecimientos en Ucrania llaman la atención por dos razones principales. Por un lado, porque acreditan que la gobernabilidad mundial está supeditada a la delimitación clara y eficaz de zonas de influencia y de equilibrios de poder. Tal y como ha venido ocurriendo desde hace siglos, a manera de ejemplo así lo documentó en 1493 la bula Inter Caetera del Papa Alejandro VI, que dividió al mundo en beneficio de España y Portugal. Por el otro, la invasión rusa a Ucrania vino a desviar la atención de la opinión pública internacional, fuertemente concentrada en los últimos años en la pandemia de Covid y sus efectos, hacia temas pendientes generados en la posguerra fría, en particular el necesario ajuste de intereses nacionales a una globalización errática e injusta.

La guerra en el flanco oriental de Europa parece estarse beneficiando del deterioro relativo del orden liberal establecido en 1945 y de las complejas y contradictorias señales que en su momento envió la política exterior del ex presidente Donald Trump. En condiciones de creciente tensión, las dificultades para identificar la mejor manera de contener y acabar con este conflicto, están generando un ambiente de relativa inmovilidad. Después del rechazo inicial por la guerra, la opinión pública mundial parece estarse acostumbrando a ella y a la “nueva normalidad” que ha traido a las relaciones internacionales. Esto es motivo de preocupación.

Dicho conflicto se suma a otros en diversas regiones del mundo, de los que poco se dice, no obstante que se han prolongado en el tiempo y generado una enorme cantidad de víctimas y de crisis humanitarias. Tal es el caso de lo que ocurre en Siria, Afganistán, Yemen, Etiopía y Haití, amén de otros que suben y bajan de intensidad en Medio Oriente, así como el desencuentro de diversas naciones sobre el mejor uso de la energía nuclear. En este complicado ajedrez, hay que añadir a las potencias asiáticas, que observan los acontecimientos con cuidado, con la intención de seguir ampliando su influencia geoestratégica y en el mercado global. Por si no fuera suficiente, el hambre y las migraciones crecen, al tiempo que en distintos continentes se ahondan las diferencias intrarregionales, lo que socava identidades históricas y solidaridades culturales entre los países.

Triste pero cierto, a la necesaria revisión del orden liberal heredado de la segunda posguerra y de su idoneidad para atender los problemas del mundo de hoy, se añaden la guerra en Ucrania y la compleja y conflictiva transición energética de combustibles fósiles a energías limpias. Se trata de un momento crucial, que sostiene con alfileres a la globalización y amenaza con desbordar ánimos y afectar seriamente los mercados y los bolsillos de consumidores, en particular en Europa, donde el gas es necesario en la fría temporada invernal.

El conflicto de Rusia con Ucrania es apenas la punta del iceberg de la profunda descomposición de la política mundial. En este entorno, es difícil hablar de absolutos o de cursos de acción regional o universal a prueba de fracturas. Así, parafraseando la emblemática frase de Henry Kissinger, hoy más que nunca, nadie tiene amigos ni enemigos permanentes, sólo intereses.

El autor es Internacionalista.