El amplio y nada despreciable catálogo lírico del notable compositor ucraniano Serguéi Prokófiev (Sontsivka, 1891-Moscú, 1953) no ha tenido la misma suerte que sus acervos sinfónico y concertístico, e incluso de sus no menos poderosos ballets, música de cámara y partituras incidentales para el teatro y para el cine, más allá de la presencia esporádica de su punzante sátira El amor de las tres naranjas. Si bien la madurez y la originalidad de su escritura en la materia ya se habían hecho patentes desde su anterior libre lectura de El jugador de Dostoievski, El amor de las tres naranjas confirmaría su agudo olfato teatral, donde su manifiesto sentido de la libertad creativa llega a tener de igual modo un peso específico, con todo lo que esto podía acarrear dentro de un sistema dictarorial.

La sexta y quizá más entreverada de sus diez óperas acabadas, en cinco actos y siete escenas, El ángel de fuego, con libreto del propio compositor ––a partir de la novela histórica  homónima del polígrafo simbolista ruso Valeri Briúsov––, representó un muy vigoroso impulso de búsqueda en varios sentidos. Después de una larga y más bien accidentada gestación de casi dos lustros, entre 1919 y 1927, relata el transitar sinuoso de su protagonista poseída por espíritus malignos, a través de una trama delirante que entreteje alquimia y brujería, símbolos cabalísticos y exorcismo, en la Alemania oscurantista pre-luterana donde la Iglesia católica  imponía todavía su poder hegemónico a través de la Inquisición.

Su prolija y policromática partitura está concebida por el compositor en un lenguaje de matices expresionistas, muy al margen de la tradición nacionalista impuesta por el regimen, con el predominio de tonos sombríos y la incorporación de frases disonantes, de melodías ásperas y declamaciones arraigadas a la prosodia del idioma ruso. La orquestación en cambio es feroz y oscilante, de contrastes obsesivos, de cargados visos oníricos y un lirismo a la vez ríspido y seductor, en beneficio de una aquí desbordada tensión dramática que el genio de Prokófiev desarrollaría con no menor fortuna en el cine, he ahí sus protagónicas colaboraciones con Eisenstein en clásicos como Alejandro Nevsky e Iván el Terrible.

En su ambiguo y complejo entramado se perciben por otra parte sus lecturas y conocimiento del psicoanálisis freudiano, dando cabida a trastornos psíquicos y violencia, perversidad y fanatismo, prácticas macabras y exorcismos, dentro de un todo revolucionariamente iconoclasta que contribuyó a su rechazo en los teatros ––frente a la negativa de su estreno, hay materiales de la partitura reutilizados en su Tercera Sinfonía––, hasta su estreno un año después de la muerte del músico, en una versión de concierto en francés, en el Théâtre des Champs-Elysées. La ópera finalmente se escenificaría en 1955, bajo la dirección de Giorgio Strehler, primero en italiano, en la Fenice de Venecia, y en su versión original en ruso, en un modesto montaje en provincia, hasta 1987. Motivo de la censura durante todo el periodo soviético, subiría por fin al escenario del Teatro Kirov de San Petersburgo hasta 1991, en el marco de las conmemoraciones del centenario de Prokófiev.

De vuelta a los escenarios hace apenas cinco años en la Opernhaus de Zúrich, y reestrenada ahora esa misma coproducción en el Teatro Real de Madrid, de la mano del talentoso y polémico director de escena Calixto Bieito, una nueva dramaturgia de Beate Breidenbach la ubica en la segunda posguerra. Un poco al margen de los elementos esotéticos del original simbolista, la atención se centra aquí en las circunstancias realistas que afectan el inconsciente y el entorno más inmediato de la protagonista, marcada desde su infancia por una violación que se sabe además fue particularmente violenta y desgarradora.

Sin renunciar en cambio a los matices expresionistas de la lectura del propio Prokófiev, la no menos diestra e incisiva puesta de Bieito subraya los traumas que persiguen la atribulada sensibilidad de una joven apresada en su interior por los fantasmas del pasado, por los recuerdos de una traumática infancia donde la libertad ha significado apenas una ilusión. Los creativos diseños de escenografía de la alemana Rebeca Ringst y de iluminación del francés Frank Evin, así como los videos ad hoc de la suiza Sara Derendinger, han contribuido a reforzar el sentido de movilidad por el entreverado mundo interior del personaje en crisis, que es en lo que ha puesto especial atención la aguda lectura del responsable de la puesta.

La dirección musical ha corrido a cargo del no menos experimentado músico valenciano Gustavo Gimeno que con esta difícil partitura ha debutado al frente de la Orquesta y el Coro del Teatro Real. Con dos multinacionales repartos de formidables voces en los papeles protagonistas de mayor exigencia, han manifestado estar además muy conmovidos de participar en este ambicioso proyecto de recuperación de una compleja y apasionante obra del más célebre compositor nacido dentro de un país entonces adherido al régimen soviético y hoy presa otra vez del acoso ruso. Con voces de la talla de las sopranos lituana Ausrine Stundyte y rusa Elena Popovskaya, los barítonos inglés Leigh Melrose y griego Dimitris Tiliakos, el tenor también ruso Dmitry Golovnin, las mezzos polaca Agnieszka Rehlis y georgiana Nino Surguladze, y el bajo finlandés Mika Kares, dentro de una nutrida nómina de probados intérpretes de diez distintas nacionalidades, El ángel de fuego, ha sido por fin montada como se debe en Europa occidental. El Teatro Real y el Opernhaus de Zúrich han dado el ejemplo, a la espera de que otros importantes espacios del mundo le abran también sus puertas a una obra injustamente excluida de los escenarios operísticos, que el propio Prokófiev consideraba su mejor partitura y su mayor aportación al género.