De la mano de un mundo en constante evolución, la diplomacia y lo diplomático, también cambian. Realidades emergentes, que exigen dejar el escritorio para atender en campo diversos problemas, rompen los estereotipos tradicionales de esta profesión, que durante siglos se asoció con palacios y refinamientos. Así lo reconoció el mismísimo Napoleón, al referirse a la diplomacia como una forma de hacer política, en traje de etiqueta. Si bien es cierto que las formas que le son inherentes las recoge de forma puntual el Derecho Diplomático y son fundamentales para el logro de acuerdos, no puede negarse que el desahogo oportuno y eficaz de los temas y situaciones que ha traído consigo la globalización, exige el despliegue de iniciativas novedosas por parte de los Estados y el desarrollo de habilidades especiales por parte de sus agentes diplomáticos.

La mutación de la diplomacia se vincula con la velocidad de las comunicaciones y el incremento del número y calidad de los actores estatales, locales y de la sociedad civil que participan en las relaciones internacionales. En este entorno, donde la política mundial se desenvuelve en condiciones inciertas, los agentes diplomáticos deben ser hábiles para responder, de manera ágil y puntual, a los desafíos que plantea una globalización inacabada y conflictiva, donde los desencuentros se gestan gradualmente y se materializan de forma inesperada y muchas veces violenta, en detrimento de los valores de la Carta de Naciones Unidas.

El teatro global está asolado por múltiples amenazas, pero existen ventanas de oportunidad que, para aprovecharse, requieren de los Estados y de sus agentes diplomáticos, capacidad de reacción y adaptación a condiciones inéditas y con frecuencia riesgosas. En este contexto, las herramientas de la política exterior deben también optimizarse para dar resultados en coyunturas no convencionales y en situaciones de crisis. Tan solo a manera de ejemplo, la atención de las necesidades de las diásporas y de los componentes migratorio, de protección y documentación que conlleva, ha derivado en el desarrollo progresivo de la llamada diplomacia pública, una práctica que en el caso de México es tan rica como necesaria, en virtud de que tiene como objetivo promover la buena imagen y defender los intereses del país y de los mexicanos, con interlocutores en todos los ámbitos y niveles. Para que esta diplomacia pública sea eficaz, es crucial que el agente diplomático mantenga bien afinadas sus relaciones personales con tales interlocutores extranjeros, para así tener abiertos canales de diálogo seguro y confiable, que faciliten la colaboración con las representaciones mexicanas y los buenos resultados a nivel institucional.

Hoy, cuando la globalización se cuartea, la diplomacia pública exige al agente diplomático desarrollar habilidades profesionales que le permitan moverse en todo tipo de terreno, lo mismo vestido de etiqueta que de mezclilla. Vista así, en sentido amplio, la efectividad de la diplomacia depende de la resiliencia y capacidad de reinvención de quienes la realizan y no de la pompa aludida por Napoleón.

El autor es internacionalista.