La paz es un ideal, nunca ha existido de forma natural y tampoco como estado generalizado. Invariablemente, resulta de arreglos coyunturales y no de una disposición genuina de los Estados a claudicar en intereses nacionales y competitivos. Dicho de otra manera, la paz no ha sido ni será perpetua, mientras no se rompan las barreras psicológicas que alimentan narrativas nacionalistas, que apelan a la ambiciosa meta de un mundo sin conflicto, siempre y cuando las condiciones de la convivencia internacional sean acordes con un concepto de seguridad a modo y, por ende, ajeno a los anhelos de la nueva generación global.

Para las personas jóvenes la paz se asocia con la preservación del medio ambiente, la vigencia de los Derechos Humanos, la democracia política, las oportunidades económicas y la justicia social. En todo el mundo, los jóvenes toman distancia de partidos políticos y de gobiernos; lo suyo no son las ideologías. Pragmáticos, se reconocen como habitantes de un mismo planeta y aspiran a ejercer su libertad, sin ser increpados por su estilo de vida. Esta realidad no es una apuesta por el anarquismo, pero sí a favor de una cosmovisión alternativa, que estimule la gobernabilidad internacional con criterios de sustentabilidad. La ecuación, compleja, es un llamado a la construcción de nuevos acuerdos, que tengan como premisa la tolerancia y el diálogo intercultural, de tal forma que el respeto a la diversidad sea el eje alrededor del cual pueda hilarse confianza y fortalecerse la convicción jurídica coincidente, que es premisa del Derecho Internacional.

En la globalización, concepto propio de la economía y sociología anglosajonas, o en la mundialización, como prefiere llamarle la tradición francesa, la paz, para ser de calidad, debe distanciarse de retóricas chauvinistas y rechazar el armamentismo y la guerra. En estos empeños la comunidad de naciones está llamada a pronunciarse en los foros multilaterales, en aquello que abona a favor de la seguridad multidimensional y del ejercicio efectivo de los derechos de todas las personas. En la teoría todo esto suena muy bien, pero, en los hechos, es muy difícil si no es que imposible, debido a que los nudos generados por dogmas ideológicos y soberanías cerradas poco ayudan a los pueblos a ejercer su verdadera autodeterminación.

En tales condiciones, la paz es una quimera. Por ahora, los Estados siguen siendo los principales actores de las relaciones internacionales y en ellos recae la responsabilidad de ceder algo de su soberanía a favor de las causas de una nueva generación que, en primerísimo lugar, está genuinamente preocupada por el grave deterioro del medio ambiente y por la falta de oportunidades. Mientras no se resuelvan estos problemas estructurales, que derivan de un modelo económico depredador y del divorcio del ordenamiento liberal con la realidad del mundo de la posguerra fría, la paz parece una fantasía, un concepto desgastado y hueco, que pierde sentido ante el poder avasallador de quienes, invocando intereses nacionales, buscan establecer nuevos acomodos y reafirmar hegemonías mediante el uso de la fuerza. ¡Así no!

El autor es internacionalista.