El año pasado se conmemoró el centenario de dos grandísimos tenores italianos: Franco Corelli y Giuseppe di Stefano (Motta Sant’Anastasia, 1921-Santa Maria Hoè, 2008), muy distintos entre sí. Quiero recordar ahora al gran Pippo Di Stefano, muy conocido y querido en nuestro país, y con quien en los cuarenta se dio a conocer aquí la Callas siendo él ya una figura y ella la gran diva en ciernes que desde entonces maravilló, con lo que los papeles se intercambiarían y el cantante se convertiría en su tenor de cabecera. Pude escucharlo en vivo desgraciadamente ya en el ocaso de su carrera, en una función de El país de las sonrisas, de Franz Léhar, en la década de los ochenta, en el extinto Cine Chapultepec, ya francamente mermado de sus condiciones y muy lejos de siquiera rememorar al gran tenor de antología que había sido. Todo por servir se acaba, y nuestro ídolo no había sido precisamente un artista cuidadoso ni con sus facultades ni con sus finanzas. Sin embargo, hay grandísimas grabaciones suyas para la inmortalidad, en su mayoría con la gran diosa griego-neoyorquina en sus años de incomparable carrera.  

Discípulo destacado de Adriano Tochio, confirmaría su gran vocación canora con Luigi Montesanto, precisamente por la época en que lo atrapó la Segunda Guerra Mundial y tuvo que enlistarse en un regimiento de infantería en Ravena. En medio del caos bélico, su amigo Giovanni Tartaglione le salvaría la vida al evitar que lo enviaran a combatir a la extinta Unión Soviética y le asignara la tarea de enfermero-cantante que con su hermosa voz contribuyó a una más rápida sanación de los enfermos y heridos en batalla. Abonando a la causa, ofrecería conciertos en diversos campos de refugiados, y programas de radio durante su estancia en Suiza.

Terminada la guerra, su debut profesional se dio con el empresario Liduino Bonardi, con el Des Grieux en Manon, de Massenet, en Reggio Emilia, en 1946, mismo año en que debutó en Barcelona. Ya en La Scala de Milán, fue uno de sus tenores más asiduos a lo largo de tres lustros, con algunos sobresaltos en la época en que alternaba sus actuaciones con las del Metropolitan Opera House de Nueva York. Desde su debut en el Met con el Duque de Mantua en Rigoletto, de Verdi, en 1948, allí cosecharía otros grandes  triunfos con la citada Manon, y el Wilhelm Meister en Mignon de Thomas, y el Enzo Grimaldo en La Gioconda de Ponchielli (con la Callas y Ebe Stignani), y el Alfredo en La Traviata y el Fenton en Falstaff del mismo Verdi, y el Nemorino en El elíxir de amor de Donizetti, y el Rinuccio en Gianni Schicchi y el Rodolfo en La bohemia y el Pinkerton en Madame Butterfly y el Cavarossi en Tosca de Puccini, y el cantante italiano en El Caballero de la Rosa de Strauss, y el protagonista de Fausto de Gounod,  y el Almaviva en El Barbero de Sevilla de Rossini, y el Don José en Carmen de Bizet. Menos suerte tuvo con el protagónico de Los Cuentos de Hoffmann, de Offenbach, que por lo mismo no cantó muchas veces.

En sus largos quince años gloriosos en La Scala, ya con Maria Callas, tuvo funciones memorables con Lucia di Lammermoor, de Donizetti, bajo la dirección de Herbert von Karajan, y La Traviata, en aquella famosa puesta en escena de Luchino Visconti, en 1955, donde exhibió su fama de rebelde al abandonar la producción. Ambas figuras se reencontrarían para la inauguración de la Temporada 1957/58 de la misma Scala, con Un baile de máscaras, de Verdi, donde compartió crédito además con Simionato, Bastianini, Ratti, bajo la dirección de Gavazzeni. El repertorio de Di Stefano en esa sala, en un principio con papeles mayormente líricos, se fue acercando más al terreno spinto, en obras como Eugenio Onieguin, de Tchaikovsky, en 1954, y Adriana Lecouvreur, de Cilea, en 1958, alternados con sus favoritos Werther, de Massenet, y El elíxir de amor, de Donizetti, para culminar con entrañables funciones de papeles más dramáticos como el Don José en Carmen, de Bizet, en 1955, y el Príncipe Calaf en Turandot, de Puccini, y el Don Álvaro en La fuerza del destino y el Radamés en Aída, de Verdi, en 1956. Histórico es su Mario Cavaradossi con la Callas y el barítono Tito Gobbi, que igual cantaría con la rival de la gran diva, la soprano italiana Renata Tebaldi.

Para resarcirse un poco de los problemas que se sabe tuvo con el Radamés, se propuso cantar el Giuliano della Viola en Il calzare d’argento, de Pizzetti, un papel de tensa tesitura que lo obligó a aprender un lenguaje musical que le era extraño. Cerraría sus participaciones en La Scala con el protagónico del Rienzi wagneriano en 1964, con la soprano búlgara Raina Kabaivanska, bajo la dirección de Hermann Scherchen, y el Nerón en La coronación de Poppea, de Monteverdi, con la soprano norteamericana Grace Bumbry. Así, compartiría escena con otras grandes leyendas anteriores, de su época y posteriores, siempre resaltando sus notables capacidad histriónica y personalidad, a cambio de problemas técnicos que con los años se acrecentarían.

En el conocido periodo mexicano entre 1948 y 1952 incorporó nuevos papeles a su repertorio, entre otros, su dilecto Werther, de Massenet, y La Favorita, de Donizetti, ambas con la Simionato, si no resultaron ser el mejor testimonio de sus facultades, como lo atestiguan las grabaciones. Su libro de memorias El Arte del Canto, de finales de los ochenta, está lleno de anécdotas y lecciones de quien en su mejor momento fue uno de los más grandes tenores del mundo, en una época en que la competencia era más que reñida porque había otros monstruos en escena, como el citado Franco Corelli que nació en el mismo año.

La sui generis voz del gran Pippo Di Stefano se distinguía de la de todos sus colegas por la belleza de su timbre y la personalidad que la arropaba, y si bien los estudios en su caso fueron importantes en una primera formación, terminaría por prevalecer el autodidacta, como en el caso del mismo Corelli. Su equivocada técnica terminaría por deteriorar su hermoso timbre y limitar su extensión, endureciendo y opacando su canto antes aterciopelado y seductor.