La negociación para la paz es inherente a la diplomacia y acredita la penosa tendencia del ser humano a vivir en conflicto. Es ejercicio cotidiano de supervivencia, que mezcla la experiencia histórica con el pragmatismo y los buenos oficios necesarios para disipar desencuentros. Esta fórmula, siempre virtuosa, pierde efectividad cuando incorpora componentes ideológicos y dogmáticos, que anteponen intereses de soberanías cerradas y criterios religiosos que cierran puertas, rigidizan procesos políticos y desvirtúan la requerida paciencia, persistencia y congruencia de los actores involucrados en dichos procesos de negociación, en un entorno global.

Los temas que hoy ponen a la paz en vilo son complejos e incorporan variantes inéditas. Las relaciones internacionales, ya no limitadas a la convivencia entre los Estados, se caracterizan por la multiplicidad de actores con intereses que impactan en diversos ámbitos y regiones geográficas. En estas condiciones, la posibilidad de que se detonen conflictos de diversa magnitud es cada vez mayor, por lo que igualmente mayor debe ser la buena disposición de los negociadores para remontar intransigencias y buscar soluciones no coyunturales y de largo plazo. En este marco, la contención activa de los conflictos es un capital político-diplomático de singular relevancia, cuando se ejerce de manera preventiva, sin recurrir a la amenaza o a la violencia y se privilegia el diálogo como pre-requisito para construir acuerdos. Cierto, en principio en toda negociación las partes no son empáticas. De ahí la pertinencia de que esta arranque con un ánimo estabilizador, que lime asperezas iniciales, favorezca acercamientos y permita avanzar en el diálogo flexible y constructivo.

Hay sin embargo conflictos cuya complejidad aleja cualquier posibilidad de acercamiento entre las partes. Cuando así ocurre, la ventana de oportunidad debe buscarse a través de terceros, no comprometidas o neutrales, dispuestos a cambiar los énfasis de los reclamos y, mediante un ejercicio de diplomacia pendular, procurar acercamientos entre los contendientes mediante la negociación pausada y en fases. Así ocurrió en 1974, cuando el Consejo Nacional Palestino (CNP) mutó el énfasis de la lucha armada por la solución política, a través de una hoja de ruta que buscaba el establecimiento de una autoridad nacional independiente en cualquier parte del territorio palestino ya entonces liberado. La señal fue clara; se dejó de lado la antigua postura de no reconocimiento del Estado de Israel y se consideró por primera ocasión la posibilidad de la coexistencia israelo-palestina. Algo similar ocurrió con México, cuando fungió como mediador en el conflicto en Guatemala. En esa oportunidad, nuestro país ejerció con éxito un penduleo diplomático en beneficio del acercamiento de la UNRG con el Gobierno, lo que entre 1993 y 1994 permitió destrabar la labor de mediación de Monseñor Rodolfo Quezada Toruño, quien en 2003 recibió la dignidad cardenalicia por parte de Juan Pablo II.

El éxito de la negociación para la paz está en su creatividad y novedad, en la capacidad de sus actores para desechar líneas duras que invocan la soberanía para evadir la rendición de cuentas en temas de paz y guerra, así como en otros que interesan a la comunidad internacional y a la nueva generación global. En su edificación, esa paz debe prescindir de la amenaza y sustentar la anhelada concordia en el respeto a lo que establece la Carta de Naciones Unidas. Ni más, ni menos.

El autor es internacionalista.