¡Qué duda cabe que la buena cocina es un arte, en especial cuando se asume por placer y no por obligación, por gusto y no por la abyecta imposición de una inercia sexista y castrante. Y ese maravilloso y placentero arte ha sido muchas veces retratado con fortuna en el cine, en ya clásicos como El festín de Babette (1987) del danés Gabriel Axel, o Vatel (2000, con Gérard Depardieu y Uma Thurman) del francés Roland Joffé, o más recientemente, Los sabores del palacio (2012, en torno a la cocinera del presidente François Mitterrand) del también galo Christian Vincent, o Un viaje de diez metros (2014, con la primera actriz inglesa de ascendencia rusa Helen Mirren) del sueco Lasse Hallström,  o Una buena receta (2015, con Bradley Cooper en el papel de un chef neurótico) del norteamericano John Wells. 

Si bien hay muchas otras cintas en derredor de este quehacer iniciático, éstas son las que me han venido de bote pronto a la memoria, sin olvidar, por supuesto, la gozosamente distópica La gran comilona (1973, con un reparto de primera encabezado por el inolvidable Marcello Mastroianni) del italiano Marco Ferreri, que tiene más bien que ver con la gula como metáfora de ruptura y vía violenta de renuncia a la vida. Como agua para chocolate, de Alfonso Arau, apartir de la exitosa novela homónima de Laura Esquivel, de 1992, es otro notable ejemplo, considerando que la rica y variada gastronomía mexicana constituye uno de nuestros más invaluables recursos patrimoniales.            

Y si la cocina francesa es la más famosa del mundo por su varidad y su exquisitez,  por ese halo poético que acompaña a toda buena gastronomía, la más reciente cinta Delicioso (Délicieux, Francia, 2021), del realizador Éric Besnard, hace de igual modo honor a un arte culinario y a una cinematografía de abolengo. Exquisita y punzante comedia costumbrista de resonancia histórica, nos ubica en la antesala de la Revolución Francesa, en los entretelones de una aristocracia decadente y en vías de extinción, que se regodea en sus ridículos excesos y artificios, en una ahora rampante ignorancia que pretendende seguirse imponiendo a gritos y sombrerazos. En contraste, sus protagonistas encarnan a una nueva clase social que se consolida tras el fortalecimiento y la independencia de sus saberes y talentos, de sus educados buen gusto y sensibilidad, porque finalmente han aprendido a hacer bien lo que hacen y se esmeran tras la búsqueda de la excelencia.  

A partir de un muy bien documentado e inteligente guión del mismo Besnard y Nicolas Boukhrief, Délicieux testimonia la apertura circunstancial del primer restaurante francés por parte de una pareja de amantes apasionados de la cocina que vieron en ese hecho un franco acontecimiento democrático y de movilidad social. Y en este lugar de socialización sin restricciones igual se hace patente que el inefable placer culinario ––tanto para el oficiante como para los comensales que lo disfrutan–– no puede ser ni excluyente ni privativo, como cualqueira otro goce de la existencia, conforme esta incomparable experiencia sinestésica igual condensa aquí los ideales revolucionarios de libertad, igualdad y fraternidad. Los hermosos e impecables montaje y fotografía preciosistas de Lydia Decobert y Jean-Marie Dreujou, respectivamente, consiguen verdaderas estampas pictóricas que por su estética nos recuerdan óleos de pintores como Bocaccio y Velázquez. Otro tanto hace la extraordinaria música de Christophe Julien, talentoso compositor con un ya amplio recorrido en el séptimo arte para el cual ha aportado espléndidos soundtracks.  

Combinación afortunada de varios géneros, se trata de una crítica a la vez amena y penetrante, juguetona y comprometida, y como el arte sublime del cual se ocupa, la cocina en su más alto y sofisticado nivel, igual seduce y comunica a varios sentidos a un mismo tiempo. También un impetuoso canto a la independencia, a la libertad creativa, mucho significado tiene por ejemplo una frase que le dice su joven hijo Benjamín ––de una nueva generación ya con nuevas ideas–– a su creativo padre antes de romper con su decadente patrón:  “Olvida a Chamfort, no le debes nada”. Entonces Pierre Manceron se empodera y acaba de entender que efectivamente no puede tener ningún compromiso con una clase y con un personaje enrarecidos que sólo lo han humillado y no han sabido valorar sus talentos, decidiéndose por fin a volar por sí mismo y convertirse entonces en el único responsable de sus éxitos y fracasos.

Gran producción franco-belga, Délicieux está además protagonizada por actores de prestigio como Grégory Gadebois, Isabelle Carré y Benjamin Lavernhe, dentro de una nutrida nómina donde hasta quienes encarnan los papeles más pequeños contribuyen a vestir una película de época ––y de autor–– que cinematografías de tradición como la francesa se resisten por fortuna a dejar morir. Como el arte del chef en cuestión, este hermoso filme de Éric Besnard se define por una puesta cuidadosa en los más mínimos detalles, por ser un todo coherente que se disfruta y recordaremos ––o volveremos a ver–– con placer. Y si se puede hacer con un buen platillo y una copa de buen vino, qué mejor.