Para los especialistas de las relaciones internacionales, el tema de la paz estimula reflexiones sobre los aspectos sociológicos, políticos y psicológicos que, con facilidad, la relegan a segundo plano y favorecen el conflicto. Es una paradoja académica, que confirma la perversidad de la mancuerna que integran paz y guerra, donde la primera se mantiene con alfileres, como consecuencia de la constante preparación para la segunda. En la naturaleza del género humano hay una tendencia al desencuentro y a la profundización de problemas que, pudiendo en algunas ocasiones ser de fácil solución, escalan y en casos extremos derivan en la lucha armada. No hay, hasta ahora, un solo momento de la historia universal que registre la paz perpetua. Lo que siempre ha habido son acuerdos coyunturales entre actores y factores de poder, que se traducen en efímeras estabilidades, caracterizadas por la sumisión de unos y la amenaza del uso de la fuerza por parte de otros.

La paz es frágil y de poca calidad. Es un producto perecedero, cuya frescura inicial se elogia pero que carece de capacidad para mantenerse per se. La paz se traiciona a sí misma porque nunca ha logrado deshacerse de elementos ideológicos y dogmáticos que, por su propia naturaleza, son un muro que cierra el paso a la tolerancia y al entendimiento universales. El tránsito de esa paz a la guerra es fácil de recorrer, pero muy difícil regresar a la condición previa, aunque sea circunstancial e inestable. Así, con la certeza de que una guerra de dimensión global sería devastadora, cobra vigencia el dicho de que más vale un mal arreglo que una buena pelea. Dicho de otra manera, ante el conflicto en cualquiera de sus variantes, siempre será preferible la paz, aunque esta sea un armisticio de escaso valor.

Muchos son los temas que arriesgan la convivencia ordenada y pacífica en los cuatro puntos cardinales. Se habla de cambio climático, injusticia social, migración, armamentismo, terrorismo y de la falibilidad de la globalización. Cierto, estos son algunos de los asuntos que inquietan por su potencial disruptivo. No obstante hay uno, frecuentemente menospreciado, que desplaza a todos y que invariablemente prueba su jerarquía superior en la agenda mundial. Se trata del Derecho Internacional, cuyo objetivo principal es salvaguardar las normas a las que deben ajustar su conducta los Estados, de tal suerte que se favorezca su interacción virtuosa y se atemperen ánimos que pueden traducirse en tensiones y tragedias. Hoy, el Derecho Internacional ha avanzado mucho y también pide cuentas a los Estados sobre temas de su vida interna que son del interés de todos los pueblos, como ocurre notablemente con los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario.

El escrutinio y la rendición de cuentas que favorece el Derecho Internacional abarcan un número cada vez mayor de asuntos, cuya atención es prioritaria para la gobernabilidad global. Por ello, en beneficio de la paz universal, justa y duradera, los Estados están llamados con urgencia a observar las normas jurídicas, en tanto que la comunidad de naciones debe exigir cuentas claras a quienes las infringen. Estos objetivos no son fáciles de alcanzar, pero en algo podría avanzarse si se construye una narrativa de paz con calidad, sustentada en la habilidad del ser humano para escucharse y entenderse. En sentido similar pero con otras palabras, así lo conceptualizó el desaparecido politólogo chileno Norbert Lechner, al señalar que los tiempos que corren son propicios para pensar en estrategias de orden y no de poder.

El autor es Internacionalista.