Nuestro país lleva ya varios lustros en una deliberación que va y viene sobre el papel que corresponde a la Fuerza Armada permanente -Ejército, Armada y Fuerza Aérea- en un Estado constitucional. Más allá de la retórica sobre el origen popular de la mayoría de los integrantes de esos tres cuerpos y su identificación con los objetivos sociales de la Revolución Mexicana, las interrogantes giran en torno a las tareas que tienen confiadas en razón de su naturaleza y formación.

El debate consecuente se ha agudizado en la presente centuria, particularmente por la participación de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública, por cierto con muy pobres resultados.

En el siglo pasado no se discutió con intensidad las labores que se les encomendaron para erradicar plantíos de estupefacientes, y mucho se reconocieron y reconocen las acciones del Ejército y la Armada para asistir a la población en casos de desastres naturales o accidentes derivados de las acciones humanas que demandan brindar protección a la población civil.

Sin embargo, la multiplicación de las asignaciones de funciones desvinculadas de cuestiones militares que ha instruido el presidente de la República, ha reactivado la discusión pública sobre la pertinencia y la intención de confiar a las Fuerzas Armadas tareas que no les son propias: construcción de infraestructuras, distribución de libros de texto gratuitos y de medicamentos, control aduanero, administración de puertos marítimos y operación de instalaciones públicas no castrenses, entre otras.

Se ha señalado en múltiples ocasiones, pero hasta ahora no ha habido disposición del Gobierno Federal para asumir lo dispuesto por el artículo 129 constitucional: “En tiempos de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar…” Tan claro era el principio en cuestión para el Constituyente de 1916-1917, que se concretó a reiterar el texto del artículo 122 de la Constitución de 1857.

Si agrupamos la transgresión a esa norma en los últimos lustros en tres categorías: (i) encomiendas por ausencia de capacidades civiles ante la falta de construcción de instituciones, como en seguridad pública; (ii) encomiendas por ánimo de sustituir al servicio civil formado en materia de procesos normados para no incurrir en responsabilidades, como la construcción de obra pública; y (iii) encomiendas por la determinación de utilizar la fuerza pública en funciones que no la demandan de ordinario, como en materia migratoria, podríamos apreciar mayormente el grave desbordamiento de las Fuerzas Armadas a tareas que no tienen vinculación alguna con la disciplina militar.

Entre el deber de cumplir la Constitución y las leyes que rigen al personal militar, naval y aéreo, y la obligación de obediencia con el Comandante Supremo, y de ahí en cascada con las jerarquías del mando, ha pesado más -sin duda- la lealtad a la persona y no a la norma, o el apego al poder y no a la ley. Existen, desde luego, algunos tramos de simulación. La mayor, porque está a la vista del país y por lo numeroso de sus elementos, es la conformación y funcionamiento de la Guardia Nacional, pues formalmente es una institución civil, pero material y realmente es un cuerpo militar, con la salvedad de las personas que provienen de la Policía Federal, pero ahora sujetos a mandos y criterios castrenses.

De acuerdo con el Informe anual que el Ejecutivo remitió al Senado sobre las actividades de la Guardia Nacional en 2021, ese año el total de su personal ascendió a 114,833 integrantes, de los cuales 73,805 habían sido asignados por la Secretaría de la Defensa Nacional, 17,792 por la Secretaría de Marina y 23,236 provenían de la extinta Policía Federal. Ahora bien, el componente más preocupante es que el 85 por ciento de los elementos de la Guardia Nacional carecen del certificado único policial, lo que implica la ausencia de una evaluación satisfactoria de las capacidades necesarias para desempeñar sus funciones en materia de seguridad pública.

Así, la mayor parte de quienes conforman la Guardia Nacional carecen de la formación indispensable para ejercer funciones civiles de seguridad y muy probablemente no se han separado funcional y disciplinariamente de la institución armada de la cual provienen. Esta cuestión parece acreditarse con el objetivo presidencial de integrar la Guardia Nacional a las Fuerzas Armadas, aunque la reforma constitucional necesaria parezca cada vez más imposible.

Quizás en pocos asuntos de interés nacional sea tan grave el desbordamiento de la participación de Ejército y la Armada hacia tareas que no les corresponden -por sí o bajo la estratagema de disfrazar a sus integrantes de elementos de la Guardia Nacional-, como en materia migratoria.

La Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho, a partir de la dirección y coordinación de Ana Lorena Delgadillo Pérez, dio a conocer en mayo pasado, con el título de “Bajo la Bota”, el reporte sobre la militarización de la política migratoria de nuestro país, donde da cuenta de la forma en que este reprochable fenómeno se ha producido y profundizado, así como sus repercusiones en la violación de los derechos humanos de las personas migrantes, marcadamente la conculcación del derecho a solicitar y recibir asilo en México (ser un refugiado), a no ser devuelto al país del cual provienen cuando enfrenten situaciones que pongan en riesgo su integridad física y psicológica y a la prohibición de expulsiones colectivas.

Si por un momento volvemos los pensamientos al sufrimiento de un muy relevante número de compatriotas que emigraron a los Estados Unidos, a la condena mexicana a que se criminalice la búsqueda de mejores condiciones de vida para sus familias y para sí, al derecho a que se les trate con respeto a su dignidad y a que se valoren las circunstancias por las cuales han emigrado, no encontraríamos sino razones para rechazar y condenar el uso de las Fuerzas Armadas -auténticas y transferidas a la Guardia Nacional- como instrumento represivo ante la movilidad humana hacia nuestro país.

Las personas han emigrado desde que el mundo es mundo y emigrarán hoy y en el futuro, porque el deseo por mejores oportunidades y condiciones para la existencia sólo puede impedirse con la imposible conculcación de las libertades.

¿Cómo es posible que una Nación con una extendida y pujante comunidad en los Estados Unidos que comparte su raíz y su origen, no pueda conciliar la exigencia de respeto y protección a nuestros migrantes con el derecho a un trato digno, solidario y justo a los migrantes de otros países? No se entiende. Pero peor aún, ¿cómo es posible que la política migratoria haya quedado al servicio de los intereses de los Estados Unidos? ¿Cómo es posible que la ejecución material -represiva- de esa política se asigne a las Fuerzas Armadas?

¿Acaso no hay mejor entendimiento con Washington que la cesión de decisiones soberanas y la militarización de la política migratoria? Puede y debe buscarse. La falta de capacidad tiene remedio y la falta de voluntad también, mediante las opciones razonadas.

“Bajo la Bota” es un testimonio de un peligroso desbordamiento de las Fuerzas Armadas mexicanas hacia labores que la Constitución les tiene vedadas.