A la memoria del hondo poeta y
sabio operómano Eduardo Lizalde

 

Como la célebre mancuerna revolucionaria de Kurt Weill y Bertolt Brecht en la lírica alemana de la primera mitad del siglo XX, en la francesa se dieron otras no menos afortunadas como la del compositor Arthur Honegger (El Havre, 1892-París, 1955) y el poeta Paul Claudel (Villenueve sur-Fère, 1868-París 1955). Estos últimos unirían sus talentos para los oratorios Juana de Arco en la hoguera y La danza de los muertos, de 1935 y 1938, respectivamente, y Honegger ya lo había hecho años atrás también con Jean Cocteau para su ópera Antígona. En todos los casos movidos por una misma postura escéptica y crítica en medio del inestable periodo de entreguerras de una Europa en profunda crisis, en Juanne d’Arc au bûcher se reconoce ya la preocupación latente de lo que se veía venir con el ascenso del nacionalsocialismo en Alemania, tras la oscura sombra de uno de esos monstruos que con el filo de su dentada y enferma megalomanía han logrado torcer perversamente el curso de la historia.

A partir de un fantasmal poema simbolista del propio Claudel que escribió de igual modo el libreto, este oratorio dramático en once escenas constituye uno de los ejercicios más arriesgados no sólo del por sí ecléctico catálogo de Honegger sino de todo el panorama vocal de la época. Encargo de la gran bailarina y actriz ucraniana Ida Rubinstein, uno de los íconos por excelencia de la Belle Époque, su concepción significó uno de los trabajos de asociación creativa más interesantes, entre otras razones porque implicó la coincidencia de dos grandes talentos con estéticas e ideologías no del todo coincidentes pero comprometidos con una misma causa. Su estreno orquestal tendría lugar hasta 1938 en la ascendente Suiza del compositor, bajo la dirección de Paul Sacher, por supuesto con Rubinstein como la sacrificada heroína hablada.

Estrenado en Francia un año después, de igual modo en versión de concierto, en la ópera de Orleans y con la propia Rubinstein, lo cierto es que el público no lo entendió y se mostró hasta hostil. A contracorriente, como otras grandes obras que se han adelantado a su tiempo, la primera puesta en su versión escenificada original se dio en 1942, ya en pleno fragor bélico, en el Opernhaus de Zúrich, con una adaptación alemana de Hans Reinhard. Luego de una larga gira de Jacqueline Morane por cuarenta ciudades de la Francia no ocupada, por fin tendría su tan esperado estreno en París con Mary Marquet, por la época en que el compositor añadió un prólogo inspirado en sus personales vivencias de frente a un conflicto después del cual ya nada podría volver a ser igual en la conciencia de una comunidad artística e intelectual marcada para siempre. Roberto Rossellini haría en los cincuenta una adaptación para el cine, con Ingrid Bergman en el papel principal, en una no menos visionaria puesta que llegaría entonces hasta el Liceu de Barcelona.

Miembro del conocido grupo de ruptura de Los Seis, con Milhaud y Poulenc, y autor de la banda sonora del célebre Napoleón mudo de Abel Gance, de 1927, Honegger concentra en esta obra nodal de su legado algunos de los elementos distintivos de su estilo, a decir, su peculiar replanteamiento del contrapunto bachiano ––en ello coincide, por ejemplo, con su contemporáneo brasileño Heitor Villa-Lobos––, sus enfáticos ritmos que aquí subrayan el in crescendo trágico, su no menos peculiar amplitud melódica, el empleo impresionista de las sonoridades orquestales como una clara influencia debussiana y su preocupación por la estructura formal como un todo coherente que debe comunicar y trascender en la conciencia del escucha/espectador.

Estrenado en Madrid en el Teatro de la Zarzuela en 1957, curiosamente todavía durante la dictadura franquista, una nueva coproducción de la Ópera de Fráncfort y el Teatro Real ha vuelto a poner en el candelero esta importante obra dramático-vocal del repertorio contemporáneo donde Honegger se arriesgó por ejemplo a utilizar las para entonces muy novedosas ondas Martenot. Presente con cierta intermitencia en los programas de varios teatros y orquestas, la premiada y hermosa gran actriz francesa Marion Cotillard la ha convertido en uno de sus más entrañables caballitos de batalla, en Orleans, en Barcelona (con un espléndido registro en circulación con la Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya bajo la dirección de Marc Soustrot del 2012), en Nueva York, y ahora en esta coproducción con una no menos arriesgada y propositiva puesta de uno de los fundadores de la Fura dels Baus, Àlex Ollé, que hace honor al sentido originalmente revolucionario planteado por Honegger y Claudel.

Si los firmantes originales se propusieron hacer eco de la sinrazón y el fanatismo medievales que desencadenaron la tragedia de Juana de Arco de frente a los no menos enfermos excesos de un Nazismo en ciernes, Ollé recrudece ese sentido de actualidad en un contexto donde parecieran volver a predominar la brutalidad y la intransigencia, el odio y los extremismos. El drama tiene lugar durante el juicio y la ejecución de la heroína, quien atada a la hoguera ––un reto para Cotillard en esta puesta de Ollé–– recuerda los episodios cruciales de su existencia condensados en once escenas que testimonian el absurdo real de su sacrificio. De hecho Claudel era católico confeso, y su diatriba lírica igual condena el oscurantismo y la barbarie que condujeron a una expiación inadmisible. El director testimonia entonces la atemporalidad de la degradación humana, de los fanatismos y nacionalismos extremos que atentan siempre contra la dignidad y la vida misma, contra toda posible forma de cordura o de sensatez, con reconocidos rasgos de su estética teatral ––la de la Fura dels Baus–– donde la violencia y la participación de una masa furiosa irrumpen sin freno.

Acompañan a Cotillard en esta extraordinara y contundente propuesta el actor Sébastien Dutrieux que da voz al Padre Dominique, y las sopranos Sylvia Schwartz como la Virgen y Elena Copons como Margarita, además de la mezzo Enkelejda Shkoza como Catalina, el tenor Charles Workman como Porcus y el bajo-barítono Torben Jügens como el Heraldo. No menos protagonistas aquí, cierran el círculo vocal el Coro de la Orquesta del Teatro Real y los Pequeños Cantores de la JORCAM, bajo la batuta sobria y escrupulosa de Juanjo Mena que ha sabido resaltar los mejores atributos de una partitura poderosa y pletórica de matices reveladoramente contrastantes.

Y como la evolución del arte se entiende mejor como una suma de estelas a la vez sucesivas y discrepantes, de continuidad y de ruptura, la inclusión a manera de prólogo de la cantata en apariencia antitética en su estilo La damoiselle élue (1889), del para entonces todavía obsesivamente wagneriano Claude Debussy de casi medio siglo atrás, se explica por varias razones tanto musicales como dramáticas. Honegger fue el menos declaradamente anti-romántico de los miembros del grupo de Los Seis, y tras el mencionado tamiz debussiano recibió de igual manera en la conformación de su estética algunas influencias wagnerianas que se reconocen igual en el mencionado decálogo implícito tras la escritura de Juana de Arco. Tras la búsqueda de su personal camino que se consumaría hasta con su fundamental ópera Peleas y Melisande estrenada en 1902, la hermosa cantata de Debussy tiene sobre todo el influjo del Wagner de Tristan e Isolda donde el tema de la muerte tiene un peso tan categórico como el del amor (la dama elegida que se lamenta en el paraíso porque su amado todavía permanece en la tierra), y el responsable de la puesta y el director musical pretendieron plantearlo como un previo humano a la tragedia de la tambien llamada Doncella de Orleans.