Paz y guerra son conceptos abstractos y de horizonte incierto. Para la primera, la firma de un acuerdo entre partes en conflicto o un cese del fuego coyuntural no se traducen, per se, en la eliminación de las condiciones que propician la violencia. De ahí que sea falaz la presunción de que la superioridad militar tiene resultados políticos que se traducen en periodos de paz duradera. Al no eliminar los factores estructurales que generan los desencuentros, dicha presunción mantiene activa la posibilidad de disrupción social y del enfrentamiento armado. Por lo que hace a la segunda, la exaltación ideológica y nacionalista nubla el criterio de los encargados del proceso de toma de decisiones, que como corifeos de intereses del complejo militar-industrial y al calor de la lucha internacional por el poder, omiten la posibilidad, siempre existente, de descartar la guerra e insisten en su escalada.

No existe un sistema multilateral hábil para consolidar la paz o, en su defecto, un gobierno mundial efectivo para abolir la guerra. Ante ello, los Estados encaminan sus esfuerzos a ampliar y consolidar su base de poder, de forma tal que puedan cumplir con sus metas políticas y de seguridad y, a la vez, disuadir a enemigos reales y potenciales de emprender iniciativas que amenacen su interés nacional. De esta forma, en el sistema internacional vigente, el vínculo que une a la paz con la guerra adquiere notoriedad cuando la primera se construye o mantiene gracias a la constante preparación de la segunda. En sí misma perversa, esta mecánica pasa por alto la regla no escrita de que la guerra es el último recurso y no, como sucede, la primera opción para ejercer hegemonía y mantener equilibrios de poder.

Las metas políticas y de seguridad de los Estados definen las prioridades de su política exterior y, al hacerle el juego a la narrativa de seguridad global, la legitiman. Paradójicamente, en las relaciones internacionales el binomio política-seguridad se entremezcla y confunde, a veces de manera aberrante, con el de paz-guerra. La consecuencia es evidente y conduce a los Estados, forzados en mayor o menor medida por circunstancias mundiales, al diseño de mecanismos de sobrevivencia nacional edificados en la apología del poder y el armamentismo que la acompaña, como medio para evitar la confrontación con terceros actores estatales y no estatales. En esta lógica, las potencias arrinconan al Derecho Internacional por no ser vinculante y lo reducen a referente idealizado del deber ser, porque poco o nada puede hacer cuando se detona la guerra.

Este discurso está en la base de las teorías anglosajonas de las relaciones internacionales, las cuales descartan propuestas académicas que no contribuyan a la toma de decisiones en materia de política exterior y que rompan el círculo vicioso de los citados binomios política-seguridad y paz-guerra, sobre los que descansa el ordenamiento multilateral. Solo el historicismo de la escuela francesa apuesta por la adopción de un enfoque distinto, que privilegia la tolerancia y el diálogo intercultural, como fórmula para alcanzar la paz. En este contexto, nadie piensa ya en el aporte de autores marxistas, por ejemplo el del intelectual rumano Silviu Brucan, quien en los años setenta del siglo pasado propuso “la disolución del poder”, como requisito estructurador de la política y la seguridad internacionales. Según Brucan, la paz sería posible si se modifica el interés nacional definido en términos de poder y se avanza en la desaparición de las contradicciones de clase y, por ende, del Estado que las encarna. El diagnóstico teórico tiene mérito, pero su instrumentación se antoja inverosímil.

El autor es Internacionalista.