Hace tiempo que el mundo dejó de ser predecible y bicromático, en el sentido que se le daba a estos conceptos en tiempos de la Guerra Fría. La policromía actual de las relaciones internacionales refleja aspiraciones económicas y políticas que no siempre caminan en el mismo sentido y generan tensión. Como resultado, la actividad diplomática tiene expresiones tácticas de moderación, si bien los objetivos que persiguen los Estados, en el mediano y largo plazos, no descartan, como sería deseable, recurrir al uso de la fuerza. Así, la idea del conflicto permanente se mantiene a partir de la presunción de que la globalización es de suyo injusta y no propicia la distensión y el acuerdo.

En el ámbito académico, mutan los enfoques para analizar las relaciones internacionales, como consecuencia del debilitamiento progresivo del ordenamiento liberal de la Segunda Posguerra y del incremento de situaciones con potencial para dislocar la paz y seguridad mundiales. Hoy, las naciones parecen conducirse con criterios que presumen el agotamiento de las reglas del juego y de las opciones diplomáticas que las han acompañado desde 1945. De esta forma, las políticas exteriores tienden a ser impredecibles y estarían pavimentando el camino para el ejercicio de diplomacias aisladas y la interacción errática entre entidades soberanas, que dan por hecho la normalización de un entorno volátil e incierto. Se trata, ciertamente, de un entorno inédito, que también relega los espacios multilaterales y donde la seguridad, en su acepción militar, sería el mejor antídoto para el conflicto.

La guerra en Ucrania ha puesto sobre la mesa la importancia de valorar el mérito de las herramientas que hasta hoy, con sus limitaciones, han mantenido la paz y la seguridad internacionales. En una coyuntura belicista, es por tanto pertinente renovar plataformas para el logro de acuerdos constructivos, sobre todo ahora cuando los tratados de paz ayudan a la seguridad, pero no sustituyen a la disuasión ni mucho menos al armamentismo y políticas de poder que la acompañan. Lamentablemente, las piezas del tablero indican que la paz coyuntural es posible si se mantiene esa idea militarista de la seguridad, en detrimento de otras opciones, como las que ofrecen el Derecho Internacional, la lucha contra el cambio climático, el fortalecimiento de la democracia y del Estado de Derecho y la atención de las causas estructurales que generan pobreza, migración y ruptura del tejido social.

En este confuso escenario, las herramientas de negociación de un creciente número de Estados tienden a vincularse a su capacidad para atemorizar y disuadir. Tal pareciera que la precondición para negociar acuerdos, con base en la buena fe y la observancia de principios de aceptación universal, está cada vez más mermada. En los organismos multilaterales, estos dilemas son notorios cuando las potencias deciden emprender negociaciones sobre temas sustantivos en foros acotados e incluso a nivel bilateral. Este es el caso de las negociaciones de desarme nuclear, capítulo de la historia mundial que, durante la bipolaridad, marginó a las Naciones Unidas. Hay que evitar repetir errores. La experiencia indica que el multilateralismo debe dejar de ser pro-forma y tener poder real. En efecto, como recientemente dijo el Papa Francisco a la agencia noticiosa argentina Télam, la constitución que tiene la ONU no le da poder para imponerse y para superar los conflictos, razón por la cual los organismos internacionales requieren valentía y creatividad.

El autor es Internacionalista.