La narrativa de la transformación nacional -en su cuarta etapa- ligada a los movimientos de la Independencia, la Reforma y la Revolución es el asiento fundamental de la polarización constante del liderazgo gubernamental presente. El regreso a las dos concepciones contrapuestas y excluyentes y, con ello, a la negación de la pluralidad política, efecto y consecuencia de las pluralidades social, económica y cultural de México.

En la narrativa se acentúa un extremo sobre otro para intentar diluir lo evidente, México ha sido y es plural. Sin embargo, la recapitulación de la historia construida y contada desde el poder, marca la épica del triunfo de una concepción de la organización de la comunidad a través de una idea o conjunto de ideas centrales, que en los movimientos referidos implicaron enfrentamientos armados, sangre en los campos de batalla y muertes; contra el statu quo de la metrópoli, de los herederos de aquél y del dominio de una persona y sus intereses políticos.

La transformación que ahora se establece como eje simbólico de la gesta del gobierno y se ofrece sin contenidos más allá de la retórica, no es producto de una revolución. El mandato emana de una elección democrática competida en la cual quedó clara la condición de pluralidad de nuestro país. Punto y aparte de la claridad el resultado en el 2018, prácticamente la mitad de quienes votaron lo hicieron por opciones distintas a la coalición que obtuvo la mayoría en la elección presidencial.

En la pluralidad y con plena conciencia de que a la opción electa le corresponde -como deber- impulsar y avanzar hacia la ejecución de su oferta política y la consecución de sus resultados, cabe reconocer si determinados conceptos e instituciones se ubican en el sitial de lo que compete al Estado -el todo público- y ello debe orientar la gestión del gobierno -la responsabilidad con compromiso en el mandato popular-.

¿Dónde ubicamos a la seguridad nacional? ¿A la política exterior? ¿Al respeto de las libertades y los derechos de las personas? ¿A las Fuerzas Armadas? ¿A las representaciones de México en el extranjero? ¿A toda institución que en su desempeño tenga a su cargo la vigencia efectiva de un derecho humano? La respuesta no es de tajo. Requiere retornar a la realidad de una sociedad diversa que en los preceptos constitucionales y su puesta en movimiento incesante y cotidiano, gradúa si una dirección, una decisión o una acción de los entes depositarios de poder público son de naturaleza gubernamental o de jerarquía estatal.

Expresado a priori, las Fuerzas Armadas (FFAA) son instituciones del Estado; forman parte del gobierno, pero la naturaleza de su función es de Estado, de ese todo público. Sin discrepar de la narrativa que identifica a sus integrantes como pueblo uniformado o del principio de que velan por el imperio de la tranquilidad de la sociedad, vale reconocer que las FFAA de nuestro país tuvieron un origen revolucionario y una función política: custodiar la viabilidad de los regímenes emanados de ese movimiento; y también una institucionalización y una transformación. Si la Revolución no estaba ya amenazada y la lucha política se daría por cauces democráticos -una mutación paulatina y también lenta-, el sentido esencial de las instituciones cambió para hacerlas componentes del Estado y no sólo del régimen y menos del gobierno.

Una perspectiva para apreciar con gran preocupación la revisión de las funciones y del papel que en la actual gestión presidencial se otorga a las FFAA, es el retorno a su concepción como ámbitos de custodia de propuestas y planteamientos de gobierno. Nótese que lo sucedido en los últimos años no es la convocatoria a las FFAA para asumir responsabilidades en materia de seguridad pública por la proliferación de la delincuencia organizada y la falta de capacidades policiales en las instituciones civiles del Estado mexicano, sino la asignación de tareas de gobierno que rebasan el ámbito constitucional en ramos en los cuales no podían invocarse el principio de necesidad y razones de Estado para sustentar justificadamente la excepción. En colaboraciones precedentes he expuesto ese desbordamiento.

En realidad y por más que se soslaye o pretenda despejar con argumentos falaces, existe una pertinaz militarización de la vida nacional. Se confían a las FFAA tareas de gestión pública que no tienen vinculación con la formación castrense y su objetivo de defensa de la soberanía interior y exterior de la Nación por medio del uso de la fuerza.

¿Acaso sería cuestión de los servicios de la aeronavegación comercial la gestión de los aeropuertos militares? Entonces, ¿por qué si es asunto de la Armada de México la gestión de la vía ferroviaria a través del Istmo de Tehuantepec? No basta decir que el jefe del Estado mexicano es un civil y a él se encuentra subordinado el personal de las FFAA para “civilizar” las áreas de responsabilidad pública que se encomiendan al Ejército y la Armada. Entregarlas a la gestión de las FFAA es sujetarlas a la dinámica y lógica castrense. No hay evidencia de que faltaran las capacidades en el ámbito civil. ¿Era una situación homóloga a la invocada para la seguridad pública? No hay elementos para afirmarlo.

Y no es que resulte intrínsecamente negativo que el Ejército y la Armada realicen ciertas tareas, sino que la Constitución lo prohíbe y lo hizo así por una razón: disponen de fuerza armada, que si bien es para otro objetivo, constituye un disuasivo implícito a la discrepancia y la crítica y un elemento eficiente para imponer sus criterios. Es la disposición del uso de la fuerza a su cargo lo que restringe la Norma Suprema, por sus implicaciones para las libertades de las personas.

A la luz de la forma en la cual el presidente la República hace uso de las FFAA, es imprescindible realizar un amplio debate nacional sobre el papel que les corresponde en el Estado democrático del siglo XXI y la sociedad eminentemente plural que conformamos. ¿Cuáles son los controles democráticos -parlamentarios y sociales- que se requiere revisar, actualizar y establecer?

En el ámbito social más extendido y por derivación de la justificación de la participación de las FFAA en tareas de seguridad pública, la percepción podría ser en torno a una necesidad, sin la reflexión consecuente de las derivaciones de riesgo para las libertades de las personas. Es parte del debate que debe hacerse.

En el ámbito de las instituciones castrenses -tropa, oficiales y jefes- hay un asunto de percepción-convicción y de cuestionamiento real: se asignan tareas que no les corresponden y se asume que es por incompetencia e incapacidad civil, que cabe asumir por lealtad a la Nación.

En el ámbito del Alto Mando y los mandos superiores debe estar presente una cuestión de ética pública: el contraste entre la norma rectora y obediencia al Mando Supremo. Y en éste es posible apreciar un problema de responsabilidad política: subordinar todo al deseo de imperar y mantener el poder.