Qué duda cabe de que Paul Auster (New Jersey, 1947) es uno de los pocos novelistas estadounidenses que después de Faulkner, Hemingway y Miller ha propuesto verdaderas variantes al género narrativo. Conocido como el escritor del azar, del sino, en su universo literario pareciera que el destino siempre está a prueba; tobogán abierto a todas las posibilidades, su escritura esconde el destino sin consigna, sin hora y sin fecha en el calendario, franco sólo a su “posibilidad de ser”. Arquitecto de lo inesperado pero probable, persigue en lo cotidiano las bifurcaciones surgidas de acontecimientos aparentemente anodinos, como acontece en La música del azar y sobre todo en la peculiar escena central de su Leviatán.

Poeta de la contingencia, su estilo se muestra en apariencia sencillo, pero dicha claridad deviene más bien de su compromiso con lo que para él es mucho más que instrumento de expresión. Y tras esa supuesta sencillez se esconde además una compleja arquitectura narrativa, la construcción de un entreverado andamiaje de digresiones, de múltiples historias dentro de la historia, de espejismos dentro del gran espejo de la anécdota, porque su conocimiento de la evolución del género moderno por antonomasia resulta de igual modo puntual.

Son muchos los asuntos que obsesionan a este no pocas veces incendiario crítico del mundo de hoy, del propio imperio norteamericano, del llamado american way of life, en la medida en que su talante emotivo e intelectual es el de un humanista profundamente comprometido con los temas del complejo tiempo que le ha tocado vivir, entre otros, una misteriosa pero de igual modo inobjetable sensación de pérdida, de desposesión; como contraparte, y a la vez como consecuencia, un obsesivo apego al dinero y a lo material, o la condición de vagabundeo que define a muchos de sus personajes neurálgicos. Y en el centro de esta sensación de pérdida por supuesto que se cuestiona también el problema de la identidad, en otros complejos juegos de espejo que entretejen la ficción con la realidad, el mundo del sueño con el de la vigilia, como acontece en su medular Trilogía de Nueva York

Heredero indirecto de escritores como Kafka y Beckett, y a contracorriente de una tradición literaria norteamericana más apegada a un realismo casi documental, el propio Auster ha insistido en el determinante impacto que sobre él han tenido dos escritores medulares en el curso de la literatura contemporánea. El ascendente de Beckett, por ejemplo, notable tanto en el inicial descubrimiento de su vocación en lengua inglesa como en su más tardía y definitiva etapa de arraigo en París, cuando estudiaba con especial interés la poesía y la narrativa francesas sobre todo de los siglos XIX y XX —sin olvidar la crucial experiencia de otros escritores norteamericanos en Francia—, proviene no sólo del novelista autor de El innombrable y Malone muere, sino también del dramaturgo creador de ese texto cardinal del teatro contemporáneo que es Esperando a Godot.

Fundamentales en la construcción de su propia poética son sus estudios sobre la lírica francesa y su innegable influencia en la evolución de la estadounidense del siglo XX. Gran conocedor de las vanguardias dentro y fuera de su país, sus varios textos sobre personajes como George Oppen y otros objetivistas norteamericanos resultan de igual modo reveladores, y en esa revisión analítica de los grandes personajes y corrientes del siglo XX, en torno a los cuales ha aportado ideas y juicios revolucionarios, sobresale la figura más que deslumbrante del gran poeta alemán de la posguerra Paul Celan. Sus opiniones sobre otros personajes de un pasado literario más remoto como Hölderlin, Leopardi, Montaigne y Cervantes, entre otros muchos escritores de su interés, agrandan la silueta de un valioso polígrafo anglosajón de quien su variada obra crítica y analítica revela una muy sólida cultura.

Quizá resulte injustificado y hasta baladí establecer una razón de juicio en la obra de un escritor como Auster a partir del grado de presencia que en ella puedan tener, como documento biográfico, la vida y la personalidad del mismo escritor, cuando esa calificación debiera desprenderse sólo y sobre todo del valor estético e intrínseco del propio corpus creativo. Más o menos autobiográfica, porque al fin de cuenta dicho juego de espejos las más de las veces funciona sobre todo como eso, como juego de espejos, una obra artística existe como universo autónomo y que se independiza de su dios-creador, al margen de que por supuesto en el sentido explicativo de dicho universo funcionen como coordenadas el ser que le ha dado vida y sus propias circunstancias. Por supuesto que después de leer buena parte de su obra resulta fácil perderse entre la ficción y lo biográfico, entre lo que es inventiva y su complemento vivencial, sobre todo en un escritor que, como el autor de la Trilogía de Nueva York, ha creado un complejo cedazo de vivencias deformadas y maquinaciones introyectadas.

Es fácil verse de repente atrapado en este complejo laberinto de personajes y de situaciones con los cuales nos identificamos o hacemos cómplices, que nos atraen o repudian, pero ante los que difícilmente podemos permanecer impávidos. Autor lúdico, construye redes que como el telar de una araña nos seducen y agarran, víctimas de un enmarañado aparato que utiliza ya sea nuestra pasión voyerista o nuestra debilidad a apropiarnos de otras existencias ajenas que bien quisiéramos vivir en carne propia, cuando no disfrutar perversamente en su condición lamentable o fatídica. No deja de llamar la atención que este sabio y sagaz constructor de anécdotas nos ofrezca a su vez múltiples puertas de salida, unas ciertas y otras apenas engañosas, y que juegue con nosotros como el gato lo hace con el ratón, porque muchas de estas opciones de evacuación suelen ser meras ilusiones dibujadas por un prestidigitador que ha engañado otra vez nuestros sentidos y voluntad de escape. Hábil instrumentador, suele ofrecernos varios finales posibles, falsos epílogos, múltiples trances o saltos de una a otra anécdota o historia menores, porque el poder de la digresión es desde Cervantes, pasando por Sterne y Diderot, esa varita mágica que usa el narrador para ir de un asunto a otro sin tener por qué dar explicaciones por tan sorpresivo abandono; en el camino, la reflexión, el debate, la crítica, el conflicto, la duda, las elucubraciones, los aciertos y desaciertos, en fin, el ir sin rumbo fijo pero seguro, porque en la novela no importa la solución programática sino, como bien ha escrito Kundera, la búsqueda interrogativa y nunca conclusiva del ser.