Para mi querido hermano Armando G. Tejeda,
en su cincuenta aniversario

Escritor irlandés de enorme trascendencia para las letras inglesas, James Joyce (Rathgar, 1882-Zúrich, 1941) figura como uno de los novelistas medulares de la pasada centuria y de la narrativa contemporánea. Su obra de madurez constituye uno de los ejercicios de expresión más alta de la renovación narrativa del siglo XX, inaugural no sólo por los recursos estructurales y estilísticos de los cuales se valió para profundizar en el consciente/inconsciente del individuo contemporáneo, sino también por una no menos arriesgada exploración lingüística. Su amplia y ecléctica formación, primero de estricta religiosidad y más tarde científica, en el colegio de jesuitas y después en la Universidad de Dublín­, perfilaría un espíritu combativo e inquieto, de manifiestas crisis interiores implícitas en su corta pero condensada obra multitonal.

Luego de haberse ido a París ––con el pretexto de estudiar medicina–– donde un ambiente más propicio contribuiría a acabar de detonar su verdadera vocación, Joyce se trasladó a Trieste. En este hermoso puerto adriático, además de ganarse la vida enseñando inglés, entabló relación con quien a la postre sería elemental para sus afanes narrativos: Italo Svevo; los últimos años del autor de La conciencia de Zeno, fue uno de los primeros en descubrir y apoyar a tan visionario escritor. Durante los años de la primera guerra mundial, y orillado por las circunstancias, residió en Zúrich, atraído en particular por su gran Centro Cultural Universitario.

La producción de Joyce es esencialmente narrativa, y conocedor a ultranza del género moderno por antonomasia desde el genio de Cervantes, pasando por Sterne y Diderot, más su plenitud decimonónica, lo llevaría hasta sus últimas posibilidades. Sin embargo, y aunque con menor insistencia, también cultivó la poesía y el teatro, y en el primero de estos dos cauces expresivos nos legó versos de intensa emotividad y profundo sentido filosófico. El Joyce poeta, sobre todo el de su hermoso libro de reminiscencias tanto románticas como impresionistas Música de cámara, de 1907, nos descubre a uno de los escritores más vigorosos de la lírica anglosajona contemporánea, que entrelíneas revela ya de alguna manera al gran narrador revolucionario en ciernes de tres lustros más tarde.

Para conocer mejor ese entreverado corpus literario bien vale la pena leer primero al cuentista no menos autobiográfico de Dublineses, y al narrador ya más hecho de su novela inaugural ––y hasta preparatoria de lo que vendría más adelante–– Retrato de un artista adolescente, prolegómenos incuestionables para comprender la ruta ascendente de tan notable polígrafo irlandés. Compendio de quince hermosos y reveladores relatos cortos cuya unidad está planteada por el propósito de reflejar a través de ellos la vida insulsa y el ambiente provinciano de la capital irlandesa ––la ciudad de Dublín será siempre el centro en la obra del llamado “escritor del autoexilio”––, esta presencia del autor se hará mucho más notoria e insoslayable en su citada primera novela Retrato de un artista adolescente.

Una de las obras de las que más se ha escrito y dicho a raudales, como modelo paradigmático de la narrativa contemporánea ––capítulo elemental y fuente inagotable para críticos y teóricos––, Ulises, de 1922, significó el gran proyecto de escritura de Joyce, quizá sólo superado por su no menos compleja e icónica Finnegans Wake, de 1939, prácticamente su testamento creativo. Obra de proporciones heroicas, como la calificó su alguna vez secretario e igualmente notable escritor irlandés Samuel Beckett, Ulises plantea una por demás ingeniosa reelaboración del universo homérico como piedra angular de la literatura occidental, haciendo patente una herencia que bien enfatiza aquella sabia expresión del poeta matritense Pedro Salinas de que el arte se explica a partir de dos coordenadas en apariencia contrarias pero complementarias: tradición y originalidad.

Una de las obras nodales del siglo XX, Joyce la empezó a publicar por entregas desde 1918, y su primera edición completa no vio la luz sino hasta cuatro años después, en París, gracias a la mecenas y no menos visionaria editora norteamericana Sylvia Beach (fundadora de la icónica librería Shakespeare and Company), también su entrañable amiga. El título de la novela responde a una traslación irónica y hasta paródica de la estructura de la epopeya homérica, desde luego que con personajes, escenario y época diferentes. Así, aquí Leopold Bloom, hombre frustrado socialmente y engañado por su mujer, encarna al héroe mítico, pero de igual modo es su antítesis, porque el ser humano es afirmación y negación de sí mismo, decía el propio Joyce; Molly Bloom, fémina de intensa vida erótica y ardiente sensualidad, a Penélope; y Stephen Dedalus (el mismo de Retrato un artista adolescente, alter ego del novelista), a Telémaco.

También espejo fidedigno de vida a través del lenguaje, el gran Umberto Eco escribió que el aquí no menos inaugural manejo magistral del monólogo interior, del característicamente joyceano estilo indirecto, contribuye a intensificar la savia vital de los personajes, su prosaica complejidad, lejos ya de esa tradicional primera persona omnisciente que escritores como Fernando Vallejo han desestimado por su insoslayable falsedad. En este sentido, lo que en el terreno de la música representa el leitmotiv wagneriano, en la no menos influyente narrativa joyceana lo son los fragmentos repetidos que a manera de engranajes contribuyen a entender mejor la arquitectura de un todo más elaborado, como unidad formal y temática, y por qué no estilística. No hay que perder de vista la importancia que tenían para Joyce, como agudo intelectual de su tiempo, el uso de los diferentes recursos y lenguajes a su alcance, como elementos formativos de su complejo tiempo ––que es también el nuestro––; de las demás manifestaciones, la música, las artes plásticas y el novedoso cinematógrafo; de distintos usos periodísticos y hasta publicitarios; y por qué no hasta de lo que estaba por venir y que en un escritor genial como él es material inestimable de su raigambre visionaria.

Al igual que otras grandes novelas del siglo XX, panorama dentro del cual Ulises aparece reinante, la obra cumbre de James Joyce sigue resultando reveladora y alucinante, apenas apta para un lector enterado y atento, obsesivo como su creador, de lo que el inmortal escritor irlandés volvería a dar fe en su ulterior y testamentaria Finnegans Wake.