Ante quien adujo en ocasión pasada reciente que no le vengan a decir “que la ley es la ley”, no puede sorprender la actitud de confrontar y desafiar en forma abierta el mandato de la Constitución.

Los textos expresos sobre la naturaleza de la Guardia Nacional como una institución civil de la Federación y los compromisos políticos e institucionales para trascender la participación de las Fuerzas Armadas en las tareas de seguridad pública y construir las capacidades estatales necesarias para cumplir esa función, no parecen ser vinculantes para el presidente de la República.

Buena parte de la cuestión es el lugar que ocupa el orden constitucional para el Ejecutivo de la Unión. Me salto la retórica hermana de la simulación y la falsa profesión de fe sobre su apego a las normas de la Ley Fundamental. Si lo dispuesto por la norma no sustenta la voluntad presidencial, se trata ideas “incorrectas” -léase incompatibles con su visión y sus deseos- que no deben ser atendidas y, en última instancia, se requiere combatir.

Hace tiempo que está registrado en nuestra sociedad el mensaje más claro: las normas -desde luego las constitucionales- no atan ni limitan al inquilino de Palacio Nacional, porque su mandato popular está por encima de esas disposiciones. La consecuencia es de gran peligro para los derechos y las libertades de las personas: incertidumbre -en el ámbito del mayor número de facultades y recursos- sobre si la ley será cumplida; el desmoronamiento de una de las nociones básicas del arreglo social de la modernidad: el Estado de derecho o saber a qué atenernos frente al poder.

Tenemos un Ejecutivo muy ingenioso y oscilante en los medios para conseguir que su voluntad impere -sea la auténtica o la necesaria-. Para integrar la Guardia Nacional a la Fuerza Armada permanente, por la vía del Ejército, primero nos habló de un acuerdo o decreto de su resorte, ante la evidencia de la inviabilidad de la reforma constitucional que anunció en 2021, y luego de una iniciativa de reformas legales, amparada en la seguridad de que cuenta con la mayoría de los votos necesarios en las cámaras; para finalmente expresar que las impugnaciones que se presenten por la vulneración a la Constitución, serán resueltas por la Suprema Corte.

Incluso recuerda la reforma a la Ley de la Industria Eléctrica para tergiversar la verdad y afirmar que se declaró constitucional, cuando ocurrió lo contrario, pero sin la votación calificada para expulsarla del orden jurídico vigente. No es constitucional, pero quien lo resienta debe plantearlo mediante el juicio de amparo y cuidar que impere el criterio de la y los ministros que resolvieron por la inconstitucionalidad.

Es decir, el uso de medios constitucionales para fines inconstitucionales: no un acuerdo o un decreto, sino una iniciativa, el debate legislativo para dar parte a la narrativa y la propaganda -domina los medios públicos de comunicación política e influye en los privados- y la instancia judicial con tiempos a buen resguardo de quien presida la Corte.

Más allá del uso de los valiosos recursos públicos para desahogar un planteamiento innecesario por la obviedad de la violación que ocurrirá, la cuestión parece ser el ánimo de ganar tiempo. ¿Por qué? Y ya no sólo asoma, sino que se presenta el otro tema hermano: la modificación del artículo transitorio de la reforma constitucional de 2019 para que la Fuerza Armada permanente realice tareas de seguridad pública hasta el 26 de marzo de 2024. ¿Por qué?

Al presidente de la República parece urgirle el propósito de ganar tiempo y de acelerar el debate y la narrativa hacia un escenario distinto al del fracaso en la recuperación de la seguridad pública. Y hacer ambas cosas ante dos audiencias distintas con dinámicas propias: la Fuerza Armada permanente y la ciudadanía que irá a las urnas en junio de 2024.

En aquélla, y particularmente en el Ejército, debe haber una significativa preocupación por el cúmulo de responsabilidades administrativas, y tal vez penales y políticas, en que ya se ha incurrido por la resistencia para dar cumplimiento al mandato constitucional de conformar una institución civil federal y profesional para atender las funciones de seguridad pública.

¿Dónde están los acuerdos para la transferencia de los elementos de la Policía Militar y de la Policía Naval a la Guardia Nacional? ¿Sobre qué bases y para qué efectos? ¿Cómo se pretendía sustentar la formación de la Guardia Nacional con la base de quienes venían formando parte de la Policía Militar y la Policía Naval? ¿Dónde, cómo y para qué efectos se ha realizado el reclutamiento de elementos para integrar la Guardia Nacional? ¿Bajo qué bases se ha dotado a quienes integran la Guardia Nacional de los elementos materiales de toda índole para su desempeño? ¿Por qué se ha subordinado la Guardia Nacional a un régimen castrense?

Una cosa salta a la vista, no hay evidencia de acciones para constituir la nueva institución policial en el plazo de cinco años que el Ejecutivo -a través de sus grupos parlamentarios en el Congreso- convino con las oposiciones. Al contrario, las pruebas dan cuenta de una gran simulación. En la adscripción de la Guardia Nacional al Ejército radica el manto de la opacidad que parece buscarse, a fin de que las responsabilidades no sean exigidas y menos sancionadas.

Es la negación del Estado de derecho, que es hilo conductor a la posible segunda motivación del Ejecutivo de la Unión: al ir de las cuentas alegres de hace casi cuatro años sobre la recuperación de condiciones adecuadas de seguridad pública al fracaso que la mayoría de la población percibe y sostienen los sondeos de opinión, y al no haberse formado realmente la institución policial necesaria -ni haberse abocado a la construcción y consolidación de instituciones policiales locales-, la pretensión de descargar la responsabilidad en la corrupción en mandos de cuerpos policiales precedentes y la capacidad de fuerza de la delincuencia ligada al narcotráfico y sus derivaciones en el mundo de lo ilícito, fortalece la “viabilidad” de la narrativa presidencial.

Si con toda la voluntad del Ejecutivo el único avance es la contención de la tendencia al alza de los delitos cometidos, la participación de la Fuerza Armada permanente no sólo es necesaria, sino la única opción real ante una criminalidad extendida desbordada.

Nuevo aliento al criterio de la “mano dura” para enfrentar los fenómenos delictivos, en vez de la construcción institucional para la prevención y la aplicación de la ley con base en la procuración de justicia.

Como sociedad, nuestro principal problema es la ausencia de compromiso con el imperio de la ley. Ha sido natural “negociar” su cumplimiento, y en este tema se han juntado el Ejecutivo con el Ejército o hambre con las ganas de comer.