Se dice que la historia la escriben los vencedores y que los vencidos son rehenes de narrativas que los descalifican. De ser así, la historia universal sería un relato fantástico del presunto saldo positivo que las guerras han traído a quienes, usando la fuerza, han instaurado formas de paz que con frecuencia se sustentan en la violencia política. La guerra es tragedia y nada la justifica, salvo que se invoque en legítima defensa frente a la agresión, y aún así con reservas, porque esa agresión puede ser resultado del hartazgo de quienes son víctimas de la citada violencia política que ejercen terceros actores en su contra por periodos prolongados. Por ello, nadie puede asegurar que la legitimidad o justicia de la guerra está de su lado.

Los procesos socio-políticos incorporan variables y actores múltiples, maduran con el tiempo y conforman dinámicas que derivan en condiciones adecuadas para la estabilidad y la paz o el desequilibrio y el desencuentro. De ahí que los hechos históricos no puedan acotarse a teoremas cortoplacistas de acción-reacción, que pasan por alto la complejidad de la política mundial y los criterios de la denominada “convención de la guerra”, que combina los derechos natural y positivo, con el realismo. Según esos criterios ninguna, incluso la justa, puede determinar resultados políticos legítimos.

La opinión sobre la guerra justa está polarizada. Ello deriva del deterioro del orden bipolar de la Guerra Fría, periodo en el que cada uno de los bloques sostuvo que le asistía la razón y cuando la estabilidad fue garantizada por formas explícitas de violencia política, como el resguardo de zonas de influencia, la carrera armamentista y el equilibrio del poder. Ese orden, que también fue apuntalado por la Carta de San Francisco y el acomodo de hegemonías en Europa y otras regiones, está ahora debilitado y plantea serios riesgos a la seguridad global. La caída del socialismo real ha generado vacíos de poder en distintas zonas del mundo y reclamos por ocuparlos o recuperarlos, incluso a través de las armas, lo que ha venido a alterar el estado de cosas de manera significativa. En estas condiciones, la legitimidad política del viejo equilibrio de poder está erosionada y la capacidad del sistema internacional para mantener la estabilidad es precaria.

Existen diferentes diagnósticos para alcanzar un arreglo político y militar alternativo, de dimensión universal. Su objetivo es construir una nueva legitimidad, que permita recuperar la estabilidad perdida mediante garantías que disipen la tendencia a fortalecer la hegemonía y poder de algunos actores, a costa de otros. La partida es difícil de jugar porque, en un tablero donde no hay buenos y malos, la política mundial contemporánea impulsa la guerra. En todo caso, el sentido común indica que cualquier esfuerzo debería orientarse a buscar coincidencias y no a subrayar diferencias. Es hora de construir el bien común que pregonó Tomás de Aquino, al invocar que el derecho es lo justo o ajustado a otro, conforme a cierta clase de igualdad. En efecto, sin esa igualdad y sus garantías, la paz es etérea.

El autor es internacionalista