De mucho tiempo atrás, nuestra República se debate entre dos concepciones para su organización y funcionamiento: la que asume como componente insuperable de la realidad vivir entre la aspiración y la simulación por el auténtico imperio de la ley, y la que impulsa como elemento esencial de convivencia el regir la conducta propia y de toda persona conforme a derecho.

Si una acepción de la modernidad en la evolución de la humanidad es la sujeción del poder público y de los agentes esenciales del poder a la ley -emanada de órganos de representación popular democráticamente electos-, para que las libertades y derechos de las personas se respeten o se repare su vulneración, en distintos Estados nacionales, dentro de los cuales se encuentra el nuestro, se establece el orden jurídico, pero su cumplimiento efectivo transita por un espacio en el cual la ley puede o no aplicarse; todo depende de la convivencia de circunstancias que la hacen inviable -falta de capacidad institucional- o no exigible realmente -falta de voluntad por la negociación entre quien debe asegurar su cumplimiento y quien debe cumplirla-.

En este escenario recurrente es de impacto que la negación del orden jurídico tutelar de los derechos de las personas se inscriba en el texto mismo de la Constitución; la decisión discrecional de llevar a la Norma Suprema una condición de privilegio para el poder público: la determinación oficiosa o automática y sin analizar y valorar las circunstancias de quien es imputado como responsable de cometer cierto ilícito penal, de la prisión preventiva, o la restricción de la libertad de esa persona porque el delito por el cual se le señala es de los contemplados con esa consecuencia.

Es una de las peores expresiones de la potestad legislativa constitucional; quizás uno de los ejemplos más claros de porqué está desprestigiada la función legislativa en la construcción de Estado de bienestar. El legislador aspira a resolver los problemas sociales con normas jurídicas, sin acompañarlas de las instituciones y los recursos para hacer factible su cumplimiento.

En todo sentido, la prisión del imputado durante el proceso, por norma constitucional, constituye la negación de derechos humanos y de principios para la conducción de los asuntos públicos. Entre los primeros, destaca la conculcación de la presunción de inocencia, pues se establece una condición de culpabilidad anticipada al imponer la reclusión durante el desarrollo del proceso; y el establecimiento de una pena sin haberse conocido los hechos, desahogado las pruebas, formulado los alegatos y determinado la responsabilidad más allá de cualquier duda razonable.

Entre los segundos, destaca el absurdo del legislador imponiendo una medida cautelar sin conocer los hechos, las circunstancias y la pertinencia de la medida, y la preclusión más elemental de la división de funciones y la actuación conforme a ello de quien investiga las conductas delictivas para que el crimen no quede impune y de quien debe impartir justicia con base en el estudio del caso concreto a la luz de la normatividad aplicable.

¿Cómo llegamos al odioso catálogo de delitos que el artículo 19 constitucional señala como sustentación de la prisión preventiva de oficio? ¿Cómo pasamos de preverse una situación atípica para quienes fueran acusados de delincuencia organizada, homicidio doloso, violación, secuestro, trata de personas, delitos cometidos con medios violentos o graves en contra de la seguridad de la Nación, del libre desarrollo de la personalidad o de la salud en 2008, al farragoso y terrible catálogo vigente ampliado en 2019?

Una hipótesis con secuelas: el populismo penal que ha invadido al Poder Legislativo ante la crisis de inseguridad, la ausencia de exigencia de una actuación adecuada y puntual al Ministerio Público y el equívoco de relevar al órgano de impartición de justicia de la valoración de cada caso.

Lo más grave es que la reforma de 2008 y la subsecuente se aprobaron en contra de lo dispuesto por el párrafo 3 del artículo 9 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, al cual nuestro país se adhirió en 1981. Es decir, desde ese entonces es obligatoria para el Estado mexicano la norma que dispone: “La prisión preventiva de las personas que hayan de ser juzgadas no debe ser la regla general, pero su libertad podrá estar subordinada a garantías que aseguren la comparecencia del acusado en el acto del juicio, o cualquier momento de las diligencias procesales y, en su caso, para la ejecución del fallo.”

Una norma inscrita bajo el manto del párrafo 2 del artículo 2 del propio Pacto: “Cada Estado parte se compromete a adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y al presente Pacto, las medidas oportunas para dictar las disposiciones legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos los derechos reconocidos en el presente Pacto y que no estuviesen ya garantizados por disposiciones legislativas de otro carácter.”

Con la reforma de 2008 en materia de prisión preventiva automática se concretó un retroceso a la concepción de la prisión preventiva adoptada en 1981, debiéndose asumir la paradoja de hacerlo en el contexto del establecimiento del sistema penal acusatorio.

Vale reiterarlo, es un gran error querer decidir en sede legislativa constitucional a quién se priva de la libertad para enfrentar el proceso penal sobre los delitos que se le imputan. En realidad debe ser el Ministerio Público quien esté obligado a solicitar esa medida cautelar y a justificar su procedencia -peligro para la víctima o la sociedad o riesgo de evasión de la justicia, por ejemplo-, con énfasis en qué delitos requerirían obligatoriamente del planteamiento y argumentación de la autoridad de procuración de justicia; y a la persona a cargo del órgano de impartición de justicia la determinación última sobre la imposición de esa medida cautelar o de otra.

Ahora bien, lo dispuesto actualmente por el artículo 19 constitucional no sólo es contrario a tratados internacionales sobre derechos humanos que son parte del orden jurídico nacional, con rango de bloque de constitucionalidad, sino que incluso es contrario a los propósitos y los textos de la gran reforma de derechos humanos del 2011. Y no es que un texto de la Ley Fundamental pueda ser inconstitucional, pues se trataría de un absurdo, pero sí que la aplicación de la norma del artículo 19 que sustenta la prisión preventiva oficiosa es contraria al texto de los artículos 1º y 29 constitucional modificados en 2011.

Dicha reforma estableció que se reconocían los derechos humanos previstos en tratados internacionales suscritos por México; que el disfrute y el ejercicio de los derechos humanos sólo podría restringirse o suspenderse en los casos y condiciones previstos por la propia Ley Suprema; que la interpretación de los derechos humanos reconocidos por el orden jurídico nacional se haría siempre con el propósito de favorecer la protección más amplia para las personas; y que sólo en los casos y condiciones dispuestos por el artículo 29 pueden restringirse o suspenderse los derechos humanos y las garantías para su ejercicio.

Si la prisión preventiva no puede ser general -y entre nosotros lo es para un catálogo amplio de delitos-; si la Constitución se reformó para incorporar los derechos humanos de fuente internacional al bloque de constitucionalidad; si la restricción o suspensión de derechos humanos sólo procede con base en el procedimiento, condiciones y límites del artículo 29, la prisión preventiva de oficio es contraria al derecho convencional que es parte de nuestro orden normativo y es una restricción indebida al derecho a que la medida cautelar sea siempre con base en razones que la justifiquen.

Enhorabuena por los proyectos de sentencias del Ministro Luis María Aguilar Morales y de la Ministra Norma Piña Hernández que proponen terminar con su aplicación. Es una luz de esperanza.