A la memoria de Rafael Solana,
en su treinta aniversario luctuoso

 

Después de la desgarradora muerte de su primera esposa y sus dos hijos, y del rotundo fracaso tras el estreno de su segunda ópera Un giorno di regno, la composición de Nabucco (1842) representó para Giuseppe Verdi (Le Roncole, 1813-Milán, 1901) una auténtica tabla de salvación en el terreno emocional y su definitiva consagración como el compositor por antonomasia del Risorgimento. Los propios italianos suelen decir que “Se non è vero, è ben trovato”, y la leyenda en torno a la escritura de su célebre tercera ópera tiene tras de sí la resuelta insistencia del empresario Bartolomeo Merelli y la revelación para el músico bussetano de su impostergable composición tras el descubrimiento fortuito de las líneas del inmortal “Va, pensiero, sull’ali dorate…” que exacerbaron su identidad nacional y su conciencia política.

Tragedia lírica en tres actos, a partir de un nuevo libreto de Temistocle Solera basado en el Antiguo Testamento y la obra Nabuchodonosor de Anicète Bourgeois y Francis Cornue, lo demás sí ya es historia corroborada, como su apoteósico estreno el 9 de marzo de 1842 en La Scala de Milán, con la primera soprano Giuseppina Strepponi ––a la postre, su pareja sentimental y segunda esposa–– en el declive de una extraordinaria carrera belcantística (figura en óperas de Rossini, Bellini y Donizetti) que el endiablado rol de Abigaille aceleraría, como lo ha hecho con otras cantantes que se han atrevido con un rol de tales exigencias vocales. Una de las razones incuestionables de su más bien escasa presencia tanto en los escenarios como en las salas de grabación, también amerita un gran barítono en el papel protagónico que le da nombre y un bajo de no menor caudal como el sumo sacerdote judío Zaccaria, las dos caras de la moneda en el terreno teatral desde entonces de más sustantiva presencia en el desarrollo operístico de Verdi.

Si bien los demás personajes no alcanzan este nivel de requerimiento, la mezzo y el tenor contribuyen de igual modo a sumar en una exigente nómina vocal donde el coro tiene una presencia prominente, convirtiéndose en otro de los grandes aportes verdianos tras la consumación de un estilo ––y por qué no de una poética–– tan personal como inconfundible. Esa auténtica aria de lucimiento, que no es la única de esta suprema vox populi, se sabe que trascendió como auténtico himno patriótico y libertario ––espejo del yugo judío en manos de los babilonios, en camino del politeísmo hacia el moteísmo–– tras la opresión austríaca, representando hasta la fecha un hondo canto de identidad italiana y una de las frases inmortales del genio dramático-musical de Verdi que regularmente implora un anhelado bis. En el sepelio multitudinario que acompañó al compositor en la Milán de finales de enero de 1901, los asistentes al unísono lo despedirían con este glorioso coro cuyo tema es el exilio, a través de una hermosísima línea musical ––como su más evidente lietmotiv–– que se deja oír casi desde el inicio.

Puesta ahora en el Teatro Real de Madrid donde se estrenó escasos once años después de su montaje inaugural en La Scala, el formidable director Nicola Luisotti, reconocido verdiano, se ha despedido como titular musical de este emblemático espacio con un trabajo impecable y a la altura de una reposición tan esperada. Los cantantes de primer nivel convocados para tan especial ocasión también han cubierto las expectativas, empezando por el primer reparto que tuve la inmensa oportunidad de escuchar en la penúltima función del pasado jueves 21 de julio, con una soprano italiana de gran cartel, Anna Pirossi, que con toda naturalidad y sin grandes aspavientos acometió este papel que en su dificilísima línea de canto va de la solvencia dramática a la flexibilidad belcantística, como una verdadera dramática d’agilità; así el recitativo “Ben, io t’invenni…” seguido del aria “Anch’io dischiuso un giorno” y la cabaletta “Salgo già del trono aurato”, del segundo acto, su pasaje de mayor lucimiento y sin duda el más difícil de la obra. En ese nivel se mostró el barítono también italiano Luca Salsi, quien se sabe igual ha interpretado con similar fortuna el Macbethverdiano con el cual mucho se le relaciona a esta ópera ––Nabucco es el primero de los grandes barítonos verdianos, y la misma Lady Macbeth tendrá también mucho de Abigaille––, por su desarrollo psicológico, por sus naturalezas dramática y vocal; así llegó a su estelar “Dio di Giuda…” de la última cuarta parte.  El bajo ruso Dmitry Belosselkiy confirmó por qué los países eslavos han sido la mejor escuela para esta tesitura, destacado desde su famosa cavatina del acto I con que reconforta a los israelitas, “Sperate o figli…”

Completaron la nómina vocal, todos a la altura de la ocasión, el tenor estadounidense de ascendencia italiana Michael Fabiano y la mezzoprano valenciana Silvia Tro Santafé, y en los papeles más pequeños, el bajo surcoreano Simon Lim, el orgullosamente tenor mexicano Fabián Lara y la soprano andaluza Maribel Ortega. El Coro del Teatro Real, bajo la dirección siempre acuciosa del Mtro. Andrés Máspero que lo puso a tope para sobresalir en una obra donde es otro de los personajes protagonistas, mereció con creces una efusiva y prolongada ovación solicitando un imprescindible bis que igual terminó con un bello pianissimo como sello oportuno de la casa.

Si bien una aquí poco imaginativa y más bien errática puesta del experimentado teatrista alemán de ascendencia húngara Andreas Homoki fue algo así como el prieto en el arroz, supeditando los otros rubros de la producción a su fallida propuesta, esta tan esperada reposición en el Teatro Real de Madrid del Nabucco, de Giusuppe Verdi, se nos quedará en la memoria por lo extraordinariamente bien interpretada, dando crédito de por qué con esta singular ópera iniciaría la carrera sólo ascendente de su genial autor.