Hace rato que todo es 2024. Los comicios federales y locales del 2024. La renovación de la presidencia de la República. Es la resolución del inquilino de Palacio Nacional ante la realidad de una gestión con muy pocos resultados que presentar y la articulación de una propuesta coligada de las oposiciones que, en el polo de las exclusiones, se reconocieron como el vehículo para la porción de la sociedad que rechaza el populismo instalado en el poder ejecutivo federal.

En efecto, por ausencia de planeación, por falta de cuadros en la gestión pública con las competencias necesarias, por exceso de carga “ideológica” en la dirección de los asuntos confiados a las dependencias y entidades administrativas, por la tendencia a la improvisación -así sea bien intencionada-, las metas anheladas han eludido a quien despertó grandes expectativas en la solución de los problemas de inseguridad, del acceso a mejores condiciones de vida en términos económicos y sociales y de actuación para sancionar hechos de corrupción del pasado y evitar su presencia en este período gubernamental.

Desde luego que nadie tenía en el horizonte la aparición de la pandemia del nuevo coronavirus y sus consecuencias para el funcionamiento del mundo y las actividades políticas, económicas, sociales y culturales de cada nación. Un riesgo que se actualizó y que trajo consigo una de las peores caras del gobierno en turno: ignorar, soslayar, negar, simular, a partir de la reticencia a destinar recursos para que el confinamiento necesario se sustentara en apoyos económicos gubernamentales extraordinarios. Ante el número de personas fallecidas por la Covid-19 en 2020 y 2021, hay que contrastar los más de 620 mil decesos que exceden la proyección de esos años. Una tragedia cuya dimensión tiende a olvidarse en la tradición nacional de la fatalidad de la muerte.

La gestión federal se reduce (i) al ejercicio de comunicación social detonado por el programa de información y opiniones gubernamentales que encabeza el Ejecutivo Federal casi a diario, con un férreo control del aparato público de comunicación y una influencia relevante en los medios privados; la “realidad polarizada” es la que emana de esas expresiones, con prácticamente una sola voz;

(ii) el establecimiento y ejecución de un conjunto de subsidios presupuestales pulverizados para que las personas con mayor vulnerabilidad o mayor necesidad económica reciban periódicamente una cantidad en efectivo. Es la vinculación entre el Ejecutivo Federal y un beneficio concreto de su actuación para millones de personas, no con la narrativa de un derecho al cual se le da cumplimiento, sino de una concesión ligada a la voluntad presidencial, así se haya reformado la Constitución para darle sustento;

(iii) al ánimo y la práctica por anular los contrapesos institucionales al poder ejecutivo, mediante la captura de quienes integran esas instancias para que actúen conforme a la voluntad presidencial, o a través de la confrontación directa y la descalificación constante para minar su desempeño y el efecto de su funcionamiento como límite a la concentración de poder sin sustento en la Ley Fundamental;

(iv) el uso de ámbitos capturados de los contrapesos institucionales para debilitar a las expresiones políticas, las manifestaciones sociales o las actuaciones en lo económico que se caracterizan por pensar en forma distinta a los designios presidenciales y de actuar en consonancia para impulsar sus objetivos, de tal suerte que la amenaza del ejercicio o no de determinadas facultades o atribuciones generen convicciones o actuaciones diferentes a las que libremente habrían adoptado; y

(v) la determinación de emblematizar el período en torno a la concepción y realización de determinadas obras públicas, cuya importancia y prioridad para el desarrollo sustentable de la Nación no resultan equilibradamente acreditables y cuya ausencia de planeación integral muestra su inoperancia presente y futura, pero anclándose en la retórica de aportar activos al patrimonio público.

En sí, un ejercicio político permanente, que no es recriminable por sí mismo, pues la dirección y la acción políticas son esenciales para todo gobierno. Sin embargo, ¿hacia qué objetivos y bajo qué principios?

Los propósitos están a la vista a lo largo del trayecto: la polarización de la sociedad y la confrontación de los extremos inducidos; el rechazo y, tal vez, desprecio a la pluralidad como característica distintiva fundamental de nuestra sociedad, a fin de conformar una expresión acorde a la uniformidad del pensamiento del titular en turno del poder ejecutivo, y la supresión del debate público y los entendimientos y acuerdos de una sociedad diversa en todos los campos, para dar paso a la consolidación de la concentración de las decisiones en el vértice del aparato público.

Pensemos en que ese ejercicio político se rige por un principio rector: construir una sociedad donde la igualdad sea su característica distintiva. Si el rezago principal de los gobiernos emanados de la post-revolución, en sus varias etapas, es no haber reducido en forma sustantiva las diferencias en el acceso a las oportunidades y a la distribución equitativa de la riqueza producida como país, la postulación de ese principio inspirador no encontraría planteamientos que lo confronten. ¿Quién podría oponerse públicamente a ello, si acaso alguien lo hiciera en privado o en lo personal? La cuestión es la misma que campea a lo largo de la trayectoria del Estado de bienestar y las propuestas para acceder democráticamente al ejercicio del poder público: ¿cómo?, ¿de qué forma se podría lograr ese objetivo de la mejor manera?

El populismo imperante extrae y potencia su narrativa y sus propuestas de esa idea de justicia en lo social, sobre la base de confrontar y de excluir, no de amalgamar y armonizar. La escisión de la sociedad en dos polos excluyentes se erige como el sustrato y aliento político para presentar a la ciudadanía y desde el poder, la opción para que se le refrende o prolongue en la conducción de las funciones estatales. No hay auténtica voluntad de convivir políticamente entre la diversidad. Tal vez en la retórica, que cada día suena más hueca, pero no en la realidad. Aquí lo creíble es el discurso de que sólo caben en la Nación quienes son partidarios y leales al proyecto o se pliegan -en su caso- a lo que postula.

El momento presente es delicado. Hay demasiado en las decisiones de hoy para el futuro inmediato. Todo es el 2024.

La pobreza ha crecido, el sistema de salud ha retrocedido, la educación -como gran igualador social- languidece entre la ineptitud y el abandono, la corrupción denunciada y rampante, la economía estancada y en la falta de certidumbre y la inseguridad como preocupación mayor. Si la Nación se ve al espejo, eso es lo que aparece y domina. El reflejo no es agradable. Las distorsiones de la realidad son necesarias para el poderoso.

Ante el fracaso en la ofrecida recuperación de la seguridad pública -¿recuerdan los plazos sucesivos autoimpuestos y sus licencias para modificarlos?-, no se hace la evaluación objetiva, sino que se propone prorrogar la directriz de la “mano dura necesaria” y un Ejército policial. Hay que distorsionar la realidad.

Ante el impulso de la pluralidad de la sociedad por una opción electoral viable en un sistema de partidos en crisis, se busca el eslabón más débil para desmoralizar. Hay que distorsionar la imagen de la trayectoria del contrapeso factible, e incluso descarrilarla.

¿País de una sola voluntad con derechos restringidos o sociedad plural con libertades? No hay que dudar. No es tiempo de timoratos.