Desde la Independencia misma el primer asunto del nuevo Estado soberano fue asegurar su viabilidad en el concierto de las naciones de la época y para adelante. Imposible pensar que lo naciente -luego de tres siglos de colonia y la destrucción de las formas de gobierno de los pueblos indígenas- podía asumir otro horizonte. El nuevo mundo se abría paso con los Estados Unidos de América y las guerras de independencia en los territorios colonizados por España y por Portugal.

No obstante, se nace sobre bases endebles. Disputa primera por la forma de gobierno que termina con el efímero Emperador fusilado en la Villa de Padilla de las Tamaulipas. Lucha por el sistema de organización territorial del poder: federalismo versus centralismo, con el abrazo respectivo a las ideas liberales o las conservadoras. Un Estado pluricultural dejando atrás la estratificación colonial y su secuela en la búsqueda de la Nación y de la modernidad de su tiempo. En el crisol de la invasión francesa, la estadounidense y nuevamente la francesa se consolidó la idea de ser una Nación, para que en la ausencia del máximo mexicano del siglo XIX se instalara por tres décadas el control basado en la concentración del poder y el dominio de una sola visión.

Una centuria de lucha por el poder que arriba al saldo del hombre indispensable con un gobierno aparentemente fuerte en un Estado cohesionado por el triunfo sobre las ambiciones extranjeras, pero en realidad débil.

En la búsqueda de la democracia conculcada, la desigualdad económica y la injusticia social tomaron la vanguardia para dar a la Revolución de 1910 una salida que confirió misión, mandato y funciones al gobierno para delinear un Estado comprometido con las causas sociales más básicas: titularidad de la tierra y derecho al trabajo. Relanzamiento de la misión del Estado con esos compromisos, conformación de la organización partidaria de los revolucionarios que aspiró a incorporar la pluralidad en lo que por naturaleza es parte, y sustitución del hombre indispensable por la presidencia imperial que pospuso la auténtica competencia democrática. Creación y desarrollo de instituciones para aspirar a un gobierno poderoso en un Estado débil.

Crisis de los sistemas representativo y electoral que llevara a la apertura a la transición democrática con la pluralidad en el sistema de partidos y alternancia partidaria en la presidencia, pero en un contexto de rezago enorme en el cumplimiento de los objetivos de mayor igualdad y justicia social.

En ese trayecto, una vía propia al Estado de bienestar, una economía nacional desordenada y marcha atrás al modelo del gobierno propietario y su intervención en las actividades de producción de bienes y prestación de servicios. Apertura económica e incorporación a la internacionalización de los procesos productivos con finanzas públicas sanas, pero con un abismo de desigualdad entre quienes de todo tienen y quienes de todo carecen. Gobierno sin servicio civil, aunque con cuadros profesionales, pero capacidades limitadas y Estado con insuficiencias y deficiencias elementales, particularmente en materia de seguridad.

Un arco de dos siglos con la mira en la conformación y la consolidación de instituciones públicas sólidas, capaces de hacer gobierno y sustentar la viabilidad del Estado mexicano, no por sí mismo, sino para cumplir los objetivos de la sociedad. En ese trayecto de vida nacional independiente y a dos años del segundo centenario de la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos, el régimen de la retórica de la transformación desmantela las estructuras de la gestión pública y coloca al Estado en condiciones de cada vez mayor debilidad.

A las deficiencias precedentes se agregan las actuaciones propias. Esta semana se han producido dos muestras emblemáticas de ello. Por una parte, el acuerdo antiinflacionario dado a conocer el 3 de octubre en curso y, por el otro, la aprobación al día siguiente en el Senado de la ampliación del plazo para que el presidente de la República disponga de la Fuerza Armada permanente en tareas de seguridad pública hasta el 27 de marzo de 2028. Ambas son la imagen del fracaso de la gestión presidencial en marcha.

Ante la ausencia de una gestión de las finanzas públicas que incentiven la inversión y el crecimiento del producto, el rebote económico de la pandemia en el mundo, con su excedente de circulante y la reactivación de la producción, ha generado una inflación preocupante. Para evitar el deterioro del poder adquisitivo de nuestra moneda, en mayo último se puso en marcha el Paquete contra la Inflación y la Carestía (PACIC).

Basado en medidas para motivar la producción, importación y distribución de 26 artículos de la canasta básica se buscó atemperar el alza de los precios. Lo insuficiente de esas medidas ha conducido a una transgresión impensada de la Constitución y al abandono mismo de la responsabilidad gubernamental: el acuerdo oficial de renunciar a sus obligaciones en materia de sanidad, inocuidad y calidad de los productos cuya alza de precios urge contener, y la suspensión de la normatividad para su importación, a fin de facilitar su internación sin trámites, impuestos o aranceles.

En síntesis, la renuncia a ser gobierno para que las funciones que le corresponden en esas materias queden a la decisión de las grandes empresas que comercializan los productos de la canasta básica. Sólo en las tarifas de importación puede contar con la autorización abierta que el Congreso aprueba en el paquete económico con base en el artículo 131 constitucional, pero el Ejecutivo carece de facultades para suspender la regulación emanada del Congreso a fin de que los productos alimenticios tengan las condiciones de sanidad, inocuidad y calidad indispensables.

¡Y vaya solución! Ante el alza de los índices inflacionarios habrá menos gobierno y se dejará sin obligaciones a los sujetos regulados para la protección del interés público, pues se estará a la buena fe de que cumplirán con lo que a la administración le correspondería hacer. Paradójico: ante los actores políticos la concentración del poder y ante un agente esencial del poder la renuncia a cumplir sus funciones, con el velo de la colaboración contra la inflación. La trampa también está a la vista; si la inflación no cede la responsabilidad no será gubernamental.

La segunda muestra es hermana de la especie de la acentuada fragilidad del gobierno ante otro agente esencial del poder, pero éste histórico y lógicamente alojado al interior del aparato público: las Fuerzas Armadas y, en particular, el Ejército, si bien se juntaron dos ánimos por diluir responsabilidades; la del Presidente ante el fracaso en la recuperación de la seguridad pública en el país y la narrativa para no rendir cuentas en el 2024, y la de los mandos militares ante el palmario incumplimiento del mandato para conformar la Guardia Nacional como institución policial civil de la Federación, así como sus implicaciones administrativas y presupuestales. Nuevamente la elusión al cumplimiento del orden jurídico, ahora por la vía en curso para modificar la Constitución.

El actual gobierno mexicano da cuenta de una fragilidad acentuada por la apresurada voluntad de sustituir, modificar y eliminar instituciones con encargos propios para el ejercicio del poder público, a fin de que esos resortes se concentren en el Palacio Nacional sin normas ni contrapesos. Y el Estado acusa una mayor debilidad porque a quien corresponde encabezarlo nunca ha dejado el propósito de polarizar y confrontar para anular la pluralidad y la fortaleza que implica la cohesión social. Abandonado el cauce de la ley, ante un gobierno frágil y un Estado débil, ¿qué otros agentes esenciales del poder avanzan o avanzarán sus intereses?