El acta constitutiva de la UNESCO, de forma genuina pero quizá ingenua señala que, puesto que las guerras nacen en la mente de los hombres, es en la mente de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz. Esta afamada frase confirma que guerra y paz integran una mancuerna y que el contenido y alcance de cada uno de esos dos vocablos están intrínsecamente vinculados. En efecto, en tanto que la guerra marca pautas a la evolución humana, la paz siempre ha sido un anhelo. Sobre aquella, los intentos para limitarla, controlarla, reglamentarla y prohibirla han sido poco eficaces. De la paz como condición permanente, la lista de acciones fallidas es numerosa.

Las iniciativas para prohibir la guerra o regularla, se remontan al jus gentium de la antigua Roma. Desde entonces, se ha integrado un acervo de consideraciones morales, legales y políticas, que aspiran a reglamentar el derecho a iniciarla, realizarla y establecer acomodos posbélicos. En todos los casos y más allá de la legitimidad de la que presumen los Estados soberanos para recurrir al uso de las armas, cuando así convenga a sus intereses, el eje de la discusión siempre ha girado alrededor de las objeciones éticas y de conciencia pública que se invocan para erradicar la guerra o al menos atenuar sus trágicas consecuencias. A la fecha, dicho eje sigue siendo el articulador de un diálogo de sordos que, afanado en justificar el belicismo y el complejo militar-industrial que lo soporta, confronta con poco éxito argumentos divinos con seculares y morales con legales. Más importante aún, propicia el choque del principio de seguridad colectiva que promueven los organismos multilaterales, con el realismo político que nutre las decisiones de los centros del poder internacional.

Hace más de dos milenios que Tucídides relató la guerra del Peloponeso y afirmó que quien puede recurrir a la violencia no tiene necesidad de recurrir a la justicia. Desde entonces, poco han cambiado las cosas. Ante una realidad que privilegia el interés nacional, definido en términos de poder, el gran perdedor es el objetivo de la humanidad de vivir en un ambiente pacífico, seguro, digno y justo. Con varias pistas regionales y temáticas, en el circo global el espectáculo lo ofrecen los olvidados de siempre y lo dirigen las potencias. Esta teatralidad de las relaciones internacionales es perversa y autodestructiva, porque a la gente común y al planeta mismo los hace rehenes de ambiciones políticas que aspiran a consolidar hegemonías y zonas de influencia, en un entorno cada vez menos sostenible, inestable y peligroso.

El Talón de Aquiles de esta realidad radicaría en el diseño de las instituciones multilaterales cuyo mandato es mantener la paz y seguridad mundiales, ahí donde las potencias son juez y parte, y el resto de los países, jurado, con las implicaciones que ello conlleva para el proceso de toma de decisiones en esos dos sensibles temas. Este desbalance explica que, en beneficio de la corresponsabilidad de la comunidad de naciones en tales asuntos, el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional reafirme el valor de la Carta de la ONU y de que los Estados se abstengan de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o independencia política de cualquier Estado. No obstante, en este sistema mundial alienado y alineado, donde la soberanía de unos parece tener más valor que la de otros, el realismo político se impone. En consecuencia, se menosprecia al Derecho Internacional y al desarrollo económico y social, como antídotos de la guerra y fundamentos de una paz creíble, justa y duradera en los cuatro confines del globo.

El autor es Internacionalista.