In memoriam: David Huerta

 

A Verónica Murguía.

Una vez más, 
todo será escuchar
u olvidar.

D.H.

 

Mucho he escrito sobre Rafael Solana, uno de esos personajes que dimensionaba su grandeza precisamente a partir de su bonhomía, de su generosidad sin límites. Y en ese andar de cerca, que me permitió disfrutar los tres últimos lustros de su provechosa existencia, el nombre de Efraín Huerta estuvo en sus labios desde el principio, pues había sido uno de sus amigos más entrañables, cómplice en ese gran proyecto generacional que fue primero Taller Poético y más tarde sólo Taller, donde se reunió una pléyade de grandes personajes, entre otros notables nombres de nuestro espectro cultural de la primera mitad del siglo XX ––incluidos, por supuesto, los propios Huerta y Solana––, el prematuramente desaparecido Alberto Quintero Álvarez, Neftalí Beltán, el mismo José Revueltas y nuestro Premio Nobel Octavio Paz.

Autor del lúcido y fraterno gran prólogo de Los hombres del alba, ya un clásico y libro nodal de quien también conocemos como El Gran Cocodrilo, pronto escuché de igual modo en labios de don Rafael el nombre de su primogénito, David Huerta (Ciudad de México, 1949-2022). Tan precoz como su padre, pues había empezado a escribir enclavado en el movimiento estudiantil que lo marcaría como generación (1968), su primer diáfano poemario El jardín de la luz, de 1972, vió la luz de la mano de sus maestros Rubén Bonifaz Nuño y Jesús Arellano, bajo el sello de la UNAM, cuando en Filosofía y Letras cursaba materias de Letras Hispánicas y Letras Modernas, por esos años también de los primeros esbozos de su no menos fructífera vena como estupendo traductor sobre todo de poetas de lengua inglesa.

Poeta de cinco décadas de obsesiva e ininterrumpida creación, en ese transitar tras la búsqueda de una de las voces más singulares de nuestra lírica contemporánea se encuentran de igual modo, en continuo ascenso y desciframiento, Cuaderno de noviembre (1976), Huellas del civilizado (1977), Versión (1978), los dos títulos de quiebre y consolidación de su poética El espejo del cuerpo (1980) e Incurable (1987), los inmediatos Historia y Los objetos están más cerca de lo que aparentan (1990), La sombra de los perros (1996), La música de lo que pasa (1997), Hacia la superficie (2000) y El azul en la flama (2002), y el más que rememorativo La calle blanca (2006). En 2013, el Fondo de Cultura Económico publicó, en dos volúmenes, una bella edición, celebratoria, de su obra completa, con el nombre del categórico e inaugural verso de su ya imprescindible Incurable,  El mundo es una mancha en el espejo, donde es posible ver, en detalle, el tránsito y la evolución de un poeta que en su talento manifiesto y en su perseverancia indómita, en su instinto heredado y en su oficio inclemente, edificó una obra a la vez polisémica y compacta, conguente y de muy fuidos y finos vasos comunicantes.

Un no menos sagaz y propositivo ensayista que en su radar de preocupaciones e intereses manifestó de igual modo una visión periférica, como en su poesía, David Huerta fue también un visionario e incisivo articulista y columnista en publicaciones periódicas como Vuelta (y en su refundación, Letras Libres), La Revista de la Universidad de la UNAM e incluso Proceso, defendiendo causas tan nobles como la sobrevivencia de la Casa del Poeta donde habitó y murió nuestro lírico moderno por antonomasia Ramón López Velarde y hay incunables incluso de su propio padre. Como su otro valioso mentor Juan José Arreola, que mucho contribuyó a consolidar las bases de una importante tradición en el Fondo de Cultura Económica y con quien además estrechó amistad en su estancia en el Centro Mexicano de Escritores, en su paso por el FCE conoció y profundizó en los quehaceres del oficio editorial, que igual enriqueció con su talento, su generosidad y su vasta cultura.

Becario de la Fundación Guggenheim a finales de los setenta y miembro del Sistema Nacional de Creadores, David Huerta fue profeta en su tierra y reconocido en vida: Premio de Poesía Carlos Pellicer en 1990, Xavier Villaurrutia en 2006​, Nacional de Ciencias y Artes en 2015 y​ FIL de Literatura en Lenguas Romances en 2019. Él mismo un promotor cultural discreto y magnánimo, pero de igual modo perseverante y combativo, en su discurso de recepción del de la FIL lo dedicó a su generación y a los propios poetas que lo habían recibido antes ––sólo nueve, siendo él el primer mexicano––, porque la poesía se afana siempre en consumar, como su sentido y su razón de ser, como su destino, ese “mejor poema del mundo” capaz de redimirnos y sacarnos del sopor, de dignificar en algo esta condición nuestra tan proclive al menoscabo y la depredación. Contraria al poder, a la parafernalia del poder, como espejo de su opuesto, como en varias ocasiones lo conversamos, la poesía persigue, en su estruendosa discreción, volver al orden lo que es caos, al nombrar ––o renombrar–– cuanto en el curso de la desmemoria se olvida o destruye tras la ambición, tras la barbarie: “Escucha cómo se propaga la escasa conversación de los otros,/ tensa en las bocas cuidadas para la muerte, ilesa y reflejante/ como una gastada maquinaria sobre la carne del mundo,/ tocada una y otra vez por la salud y el orgullo, invadida/ por un enorme paisaje conmovedor”.

Mi querido hermano de generación Fernando Fernández, alguna vez su asistente en la Universidad de Bucknell en Pensilvania donde lo invitó y se consolidaría una ascendencia no menos entrañable, publicó y me regaló el hermoso y revelador gran misceláneo de homenaje Las hojas ––que editó bellamente en su personal sello Catania––, donde se proyecta en toda su dimensión el también gran ensayista y crítico que fue David Huerta. Conocedor a ultranza de la lírica barroca española, y un no menos sabio difusor de los grandes nombres de la poesía contemporánea que igual contribuyeron a perfilar su tan personal voz, era un placer no menos inefable oirlo hablar, con profunda pasión y buen juicio, con honda sabiduría, de la obra de Pessoa, de López Velarde, de T. S. Eliot, de Saint-Perse, de José Gorostiza, de Borges, de Paz, de su propio padre. Tradición y originalidad, evocando al gran Pedro Salinas que igual muy bien conocía y reverenciaba, en Las hojas ––cómo no recordar a Whitman y la rotunda traducción del mismo Borges, un modelo para David–– se reconoce la propia poética de quien como pocos promovía y difundía la poesía como esa necesidad inmemorial de expresión que nos ilumina en medio de la oscurudad más aterradora, del caos, de la barbarie. ¡Lo vamos a extrañar mucho!