En nuestro país existe una circunstancia paradójica con relación a la ley. La cultura de la legalidad, la cultura de conducir los actos conforme a las disposiciones legales, es francamente baja. El orden jurídico puede quedarse muchas veces en el papel y no alcanzarse la aplicación efectiva de las normas.

Sin embargo, quienes han pertenecido a cualquier modalidad del ejercicio colectivo de derechos –políticos, económicos, sociales y culturales– exigen con relativa frecuencia al Congreso, a quienes lo integran, que las cuestiones que les atañen con mayor relevancia queden plasmadas en la ley. De hecho, se reivindica que esta esfera de condiciones para realizar una determinada actividad sea materia del orden jurídico.

Paradoja que tiene implícito un saldo positivo, así los destinatarios de “esa ley” tengan conductas generales de baja cultura de la legalidad, en esa cuestión sí reclamarán el imperio de la ley, que sea eficaz su ejecución, que se cumpla.

Algo es algo o por algo se empieza la lucha presente en nuestro país desde el surgimiento mismo del Estado mexicano, para que las normas jurídicas -como gran convención social y política- rijan mayoritariamente la conducta de las personas.

Con el debate sobre la propuesta en proceso para la ampliación del período en el cual el presidente de la República puede hacer uso de la Fuerza Armada permanente -el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea- para realizar tareas policiales en tanto se conforma, desarrolla e implanta la Guardia Nacional en el territorio del país, se ha recordado el origen de esa disposición transitoria en la reforma constitucional de 2019: la petición reiterada -a veces con pocas formas- a fin de que se diera a las Fuerzas Armadas el sustento jurídico necesario para llevar a cabo encomiendas en materia de seguridad pública sin el temor de las imputaciones futuras por haber actuado en contra de la prohibición expresa del artículo 129 constitucional para que -en tiempos de paz- puedan efectuar funciones ajenas a la disciplina militar.

Estamos ante la actualización de la paradoja aludida: baja cultura de la legalidad y exigencia de contar con el orden jurídico que atiende las necesidades de la milicia.

Sin embargo, la semana que culmina nos ha obsequiado otra muestra no sólo de la baja cultura de la legalidad que se trasmina de la actuación de las Fuerzas Armadas y particularmente del Ejército, sino de las formas más elementales de respeto a los principios constitucionales de la división de poderes y de la sujeción a las facultades -por cierto débiles- del control parlamentario del Poder Legislativo.

La Comisión de Defensa Nacional de la Cámara de Diputados -con mayoría absoluta del partido oficial y sus aliados- acordó llevar a cabo una reunión de trabajo con el secretario del ramo de su competencia para allegarse elementos sobre la sustracción de seis terabytes de información de la Secretaría de la Defensa Nacional y la eventual necesidad de hacer consideraciones presupuestales para que el país invierta en los indispensables programas de seguridad cibernética.

Una actividad hasta cierto punto ordinaria, o normal, fundada materialmente más allá de los formalismos con los que gustan de jugar algunos diputados de la mayoría oficial para no hacer frente al fondo de los asuntos. Si la Comisión conformada para atender los asuntos del ramo de la Defensa Nacional no puede solicitar información o la celebración de reuniones de trabajo para enriquecer el conocimiento de los asuntos a su cargo, ¿entonces cuál sería su función? Y sobre todo en la Cámara de Diputados a la luz de sus facultades exclusivas de carácter presupuestal y de control de la gestión pública propia y a través de la Auditoría Superior de la Federación.

Había acuerdo adoptado por la Comisión de la Defensa Nacional, fecha de la reunión y solicitud del titular de la dependencia y Alto Mando del Ejército para que la misma se efectuara en las instalaciones de la Secretaría de la Defensa Nacional. Todo bien e incluso con la deferencia de aceptar el ajuste en la sede. Sin embargo, bastó una carta del Diputado Sergio Becerra Bautista (MC), secretario de la Comisión, con el señalamiento de que acudiría a la reunión, pero que habría preferido se desarrollara en el Palacio Legislativo de San Lázaro, para que se cancelara el encuentro bajo el pretexto utilizado por el secretario de Gobernación de que era una misiva “en términos por demás irrespetuosos”.

¡Caramba! ¡Qué pielecitas tan delgadas! Una consideración personal de un representante popular que no tiene nada de irrespetuosa, bastó para dejar de cumplir un compromiso libremente asumido por el secretario de la Defensa Nacional y a quien se le habría concedido la cortesía de realizarla en el inmueble federal adscrito al servicio de esa dependencia.

Todo parecería cómico, pero es trágico. El episodio resuelto es preocupante porque: (i) marca un desprecio por la representación nacional y de expresión soberana popular que está implícita en la Cámara de Diputados; (ii) establece una acción unilateral de las dependencias federales involucradas para sustraerse al deber de proporcionar información a la Comisión competente para dar seguimiento a la gestión administrativa de esa rama en la Cámara de Diputados; (iii) confirma la percepción generalizada sobre la resistencia de las Fuerzas Armadas de someterse a cualquier mecanismo de rendición de cuentas en forma directa por los representantes populares; y (iv) mueve a las terribles interrogantes de la verdadera razón de la “cancelación” de la reunión: incapacidad para dar una explicación sobre lo ocurrido con la sustracción de documentos de los archivos digitales de la Secretaría de la Defensa Nacional; temor al seguimiento de multiplicidad de asuntos que han quedado al descubierto, como la revelación de la desbordada participación de esa dependencia -bajo régimen militar- para promover modificaciones legales que van inscribiendo, poco a poco, la militarización rampante en el orden jurídico; o simplemente el criterio de pensar que si no se habla del asunto, éste se diluirá y se olvidará.

Y también resulta aleccionador: (a) si por una expresión de dignidad para el Congreso del Diputado Becerra, ante quien ha aniquilado el nivel básico del control parlamentario de la Secretaría de la Defensa Nacional, ¿qué podrá esperarse de los controles parlamentarios sin previsiones coercitivas que se plantearon para la modificación a consideración de las legislaturas locales al artículo Quinto transitorio de la reforma de la Guardia Nacional de 2019? Y (b) si se prefiere usar un pretexto y criterios pseudo-legales para evitar se abordara la mínima rendición de cuentas, ¿qué podría esperarse de que el General Secretario asumiera la responsabilidad política de una falla gigantesca y renunciara para poner a salvo a la institución a la cual sirve? Era un asunto de dignidad y de honor.

En su ausencia, el Senador Germán Martínez Cázares hizo la defensa de la dignidad y del honor del Congreso en la comparecencia de la secretaria de Seguridad y Protección Ciudadana ante el Senado, y usó su tiempo en tribuna para expresar al invitado de piedra -por la torpeza de acudir a acompañar, que no es figura propia para el Senado ni para los “acompañantes”- que en el Congreso se delibera con libertad y que no hay reducto para escapar del juicio de la ciudadanía: si la responsabilidad indivisible del titular no se asume, se diluye la credibilidad de la institución.

El asunto apunta hacia algo más profundo: incapacidad que pretende eludirse y soberbia que puede apreciarse. ¿Acaso la representación popular, que tan poca estimación merece en los sondeos de opinión, puede exigir cuentas y señalar equívocos y sus consecuencias a quienes se asumen realizando sacrificios por la incapacidad del gobierno civil?

Se quiere la ley -el transitorio- para no enfrentar responsabilidades, pero no se quiere cumplir la ley para rendir cuentas a la expresión de la voluntad popular hecha Congreso.