El Papa Francisco sorprendió al mundo el pasado mes de julio, cuando en entrevista concedida a la periodista Bernarda Llorente, de la agencia noticiosa argentina Télam, señaló que la guerra es una falta de diálogo, que obliga a repensar el concepto de guerra justa. Jorge Bergoglio, progresista y comprometido con la paz mundial y para respaldar su afirmación, recurrió a argumentos conocidos de sus encíclicas Evangelli Gaudium, Laudato Sí y Fratelli Tutti, en particular de esta última, donde afirma que la humanidad gesta una cultura “vacía, inmediatista y sin un proyecto común”, que estimula la creación de escenarios propicios para nuevas guerras “disfrazadas detrás de nobles reivindicaciones”. De esta manera, el Papa puso el dedo en la llaga en el complejo tema de la guerra justa, que a lo largo de la historia ha sido objeto de diversas interpretaciones, por cierto coincidentes con la presunción de que, la humanidad, aspira a definir y reglamentar las conductas “permisibles” en cualquier conflicto armado.

Hoy, cuando los organismos internacionales encargados de preservar la paz mundial adolecen de herramientas idóneas para atender situaciones inéditas y de crisis, la reflexión papal adquiere singular importancia. En un entorno global incierto e inseguro, ya no hay, como en el mundo clásico, treguas que se respeten y tampoco susbiste la tesis de que la guerra confirma la decadencia moral de los pueblos, como en su tiempo afirmó Tucídides. En sentido contrario, ahora somos testigos silentes del armamentismo, de la adulación de la violencia y de interpretaciones sesgadas de la ley entre quienes detentan el poder. Es una realidad decadente, que da brío a la idea aristotélica – imperial, colonial y hegemónica – de que solo algunas pocas naciones tienen capacidad para gobernar. De infame recuerdo, esta fue precisamente la idea invocada por los cortesanos de Carlos V en la Controversia de Valladolid, para oponerse al dominico Bartolomé de Las Casas y legitimar la conquista del Nuevo Mundo, a pesar del genocidio que significó.

En este complejo tablero, todo parece regresar al origen de una añeja discusión, que confronta las enseñanzas pacifistas de la religión con la siempre conflictiva y trágica realidad de la convivencia humana. Para suavizar este choque y buscar puntos de contacto entre lo espiritual y lo material, Francisco apuesta por una definición de la guerra justa que va más allá de la que se emprende en legítima defensa frente a la agresión por parte de un tercero, precisamente porque esa defensa, si no se modula, puede escalar tensiones y agravar el conflicto. Vista así, la propuesta del Papa estaría sustentada en la observancia del criterio de que los males que trae la guerra justa, deben ser siempre menores al bien que se espera obtener. Igualmente, esta idea de la guerra justa y de su licitud, sólo podría ser invocada ante probada necesidad y cuidando la proporcionalidad de la respuesta militar que se dé al agresor. Bien por el Papa, que al optar por la justicia objetiva y restaurativa, recupera tesis tomistas y jusnaturalistas. Así, parafraseando a Francisco de Vitoria, si para la defensa basta empuñar el escudo, entendido como la ley, no hay razón alguna para esgrimir la espada.

El autor es internacionalista.