La guerra marca la conducta humana desde los primeros tiempos y sus resultados trazan hegemonías y modalidades diversas de convivencia entre los pueblos. La guerra moldea proyectos estatales así como los perfiles y liderazgos políticos, sociales y militares de las sociedades que la inician o padecen. Porque condiciona la estabilidad del orden internacional a sus modalidades de desarrollo y resultados, es un evento trágico que incumbe a todas las naciones.

En la coyuntura de la guerra, los regímenes autoritarios y las democracias consolidadas tienden a fortalecerse. Las condiciones especiales e incluso el estado de excepción que acompañan a agresores y agredidos en todo conflicto, se traducen de manera automática en el fortalecimiento de la legitimidad de sus respectivos liderazgos políticos. En el caso de las autocracias, ese fortalecimiento por lo general favorece al líder, que se presenta como único redentor del pueblo. Por lo que hace a las democracias, la legitimidad del liderazgo va de la mano de la percepción pública que se tenga de los logros que se vayan alcanzando durante el esfuerzo bélico, pero no solamente, ya que esa misma legitimidad trasciende al líder y se nutre de la calidad y fortaleza del Estado de Derecho y de las instituciones democráticas. De forma inversa, en naciones con fragilidad institucional, la necesidad de acomodarse a circunstancias inestables para poder sobrevivir, estimula vaivenes políticos y cambios inesperados en los liderazgos.

En la guerra los extremos se tocan. De ahí que tanto agresores como agredidos sean reconocidos a partir de la influencia y grado de aceptación que tengan sus acciones ante sus respectivos auditorios nacionales y aliados internacionales. Por el contrario, también se alejan de ese reconocimiento en función de la percepción del probable resultado final y de los medios que se utilicen para alcanzarlo. En estas condiciones y ante una realidad globalizada, la polarización de la opinión pública que generan agresores y agredidos en un conflicto determinado, se traduce hoy en cuestionamientos al orden liberal heredado de la segunda posguerra y a los valores que lo sostienen. En consecuencia se demerita la convicción jurídica coincidente que sostiene al multilateralismo y su efectividad para la resolución de diferendos.

A manera de silla con una pata rota, los foros internacionales pierden equilibrio y su capacidad para atender los desencuentros y guerras de hoy es precaria. Esto confunde y alerta sobre la urgente necesidad de actualizar a la diplomacia multilateral. Para ello, es oportuno valorar la tesis de Juan Pablo II de que la paz se construye; así como la frase de Ghandi según la cual no hay camino hacia la paz porque la paz es el camino. Es probable que, de observarse ambos postulados, los espacios multilaterales puedan restaurar su efectividad y, así, coadyuvar a facilitar convergencias y a diluir conflictos. Es tiempo para actuar y desarticular narrativas de confrontación. Es la hora para sumar voluntades a favor del entendimiento universal y de un mundo sostenible, siempre más tolerante, fraterno y justo.

El autor es internacionalista