Siguen resultando confusos los antecedentes que señalen con certeza el motivo principal de la composición por parte de Giuseppe Verdi (Le Roncole, 1813-Milán, 1901) de su vigésimo cuarta y antepenúltima ópera Aída ––antes de Otello y Falstaff––, la más espectacular de todo su acervo y con la cual se acercó a los parámetros marcados por la Grand Opéra francesa: cuatro largos actos, coros, ballets y escenarios monumentales. Después de un libreto en francés de Camille du Locle a partir de notas del egiptólogo Auguste Mariette, el propio autor pidió a Antonio Ghislanzoni que lo tradujera y adaptara al italiano, y el éxito fue tal, que la popularidad y el prestigio de Verdi se acrecentaron notablemente.

Después de una postergada premier en El Cairo que se concretó hasta la Nochebuena de 1871 bajo la batuta del prestigiado Giovanni Bottesini, Aída se estrenó en la Scala de Milán en febrero del año siguiente. Bajo la dirección del propio compositor y con una respuesta no menos calurosa por parte del público, Verdi agregaría para la ocasión la famosa aria “O patria mia” con que Aída abre el tercero y penúltimo acto. Con la cual se inicia su última etapa creativa, en ella se perciben más clararamente las asimilaciones wagnerianas; conjuga elementos que de manera progresiva había venido utilizando desde obras anteriores, a decir, la sustitución de números sueltos por largas escenas unificadas, una instrumentación mucho más trabajada y la utilización ––aunque no sistemática–– del leit motiv.

En Aída cada melodía expresa la situación dramática que acompaña y refleja estados de ánimo de personajes específicos, con lo que desaparecen por completo los acompañamientos simples y la orquesta pasa a tener un rol protagónico. Y lo mismo sucede con el coro, al cual Verdi le consigue dar aquí un tratamiento superior y grandioso como en su anterior Nabucco, llegando a su clímax en la famosa escena triunfal del segundo acto, momento referencial de Aída y de todo el acervo verdiano. Como la Carmen, de Bizet, por su espectacularidad y su magnificencia se ha montado en toda clase de escenarios cerrados y al aire libre, como las sabidas producciones que de ella se han hecho, por ejemplo, en las propias Pirámides de Egipto o las Termas de Caracalla en Roma.

De vuelta al Teatro Real de Madrid con la misma gran producción de Hugo de Ana con la que el público de entonces se maravilló ante las sorprendentes dimensiones y capacidades técnicas de su nuevo escenario, casi un cuarto de siglo despues  ha venido a evidenciar tambien que el paso del tiempo es implacable. De fuerte poder simbólico, dominada por una colosal pirámide que sugiere la magnificencia del poder político y religioso ––así como el triángulo amoroso en vilo––, el propio De Ana ha hecho adecuaciones técnicas que le han permitido seguir resultando funcional; sin atentar contra la línea dramática original, novedosas proyecciones sirven para subrayar, con contrastantes paisajes desérticos, la honda soledad que invade a los personajes en crisis.

Otra vez con el prestigiado verdiano Nicola Luisotti en el podio, se pudo disfrutar a plenitud una partitura a la vez efusiva e intimista, que evidencia la madurez de un músico con particulares talento y olfato darmáticos para desarrollar recurrentes temas en su acervo, entre otros, el citado triángulo amoroso que muchas veces desemboca en tragedia, un manifiesto trasfondo político y social en conflicto, sus no menos habituales críticas al exceso de poder cuyo peor síntoma se expresa en la humillación de los oprimidos, los ambivalentes sentimientos paterno-filiales, los celos y amores prohibidos al límite, la traición, la soledad, la muerte. Y Luisotti de igual modo resulta ser un maestro para cuidar el dominio de la escritura vocal verdiana, que a estas alturas ya privilegia los dúos y números de conjunto sobre las arias, tras una orquestación poderosa y pletórica de matices, con contrastantes pasajes marciales unos y poéticos otros, sin desconocer su pericia en la articulación de grandes números corales y hasta coreográficos.

Privilegiando escuchar a la soprano suprema de nuestro tiempo Anna Netrebko, he preferido anteponer sus talentos vocales e histriónicos ampliamente probados ––otra vez sublimes pues lo ha cantado casi todo: lírico, spinto, dramático––, en un examen de doctorado donde volvieron a lucir la belleza de su timbre, la robusta sonoridad de su emisión con firmes graves y aterciopelados agudos, con una mezza voce impecable, a una excesiva y hasta ridícula acción de linchamiento a las afueras del teatro ––asociándola a Putin–– que tampoco logró ensombrecer su soberbio trabajo con un papel de tales exigencias. Y más que decoroso ha sido el desempeño de la mezzosoprano georgiana Ketevan Kemoklidze como Amneris, con un porvenir muy promisorio por delante como lo ha probado en los importantes concursos donde ha triunfado. No me parece que ha dejado la misma impresión el tenor de Azerbaiyán Yusif Eyvazov ––por cierto, pareja de la diva rusa desde hace algunos años––, quien si bien es un cantante que acostumbra dejar todo esfuerzo en el escenario y estudiar sus papeles a conciencia, su más bien oscuro color de voz y las exigencias canoras del Radamés han descubierto sus limitaciones menos expuestas en otros papeles de menor apremio; me he quedado con ganas de escuchar al polaco Piotr Beczala en una prueba como ésta en su ascendente carrera. De igual modo a la altura el Amonastro del barítono también polaco Artur Ruciński y el Ramfis del bajo coreano Jong Min Park, así como las otras voces en papeles más pequeños. Del Coro del Teatro Real habría que decir que vuelve a ser una garantía con desempeño sobresaliente, en una obra donde, como en la pasada puesta de Nabucco, del mismo Verdi, fue protagonista.