Defendamos al INE y al TEPJF

En el presidencialismo mexicano del siglo XX, herencia parcial del ejercicio presidencial practicado por Porfirio Díaz Mori, el juego de la sucesión llenó los vacíos de la ausencia de normas, instituciones y conductas propias de la democracia electoral. La transición democrática fue real -es la auténtica cuarta etapa del desarrollo político nacional- y ocupó al menos un par de décadas (1977-1996), pero el surco impreso en la mente de las y los electores más atractivos para la picaresca política fue el de la sucesión presidencial.

De hilaridad, pero en ese presidencialismo el alineamiento primario y las designaciones iniciales despertaban las especulaciones sobre la persona que podría recibir la postulación a la candidatura presidencial en el momento culminante. Son derivaciones viciosas del verticalismo presidencial y la sujeción de las decisiones políticas a la voluntad de una sola persona. La política mexicana de la pasada centuria está plagada de anécdotas sobre esa decisión -las palabras mayores de Luis Spota-, hasta revestirlas de la curiosa elevación al modelo de conducta política exitosa.

Desde luego que ningún líder político que se precie de serlo puede renunciar a la responsabilidad de favorecer la entrega de la estafeta y la continuación de la gestión realizada en torno a determinadas ideas y propósitos. En la hegemonía del PNR, del PRM y del PRI, y hasta la dominancia del PRI en la historia del sistema de partidos de nuestro país, resultaba casi natural ese ejercicio de formación y preparación de quienes podrían ser sucesores en el máximo cargo ejecutivo federal. En esas etapas -con sus bemoles- la definición del presidente en turno fue determinante para alcanzar la jefatura del Estado y del gobierno.

El despertar de la transición democrática y la celebración de elecciones bajo la regla de la incertidumbre sobre la voluntad final de la ciudadanía trajeron una nueva narrativa. La inclinación de Ernesto Zedillo por Francisco Labastida -con todo y el proceso interno priista para vestir su postulación- fue rechazada en las urnas; Vicente Fox no pudo siquiera ungir a Santiago Creel como candidato del PAN, alzándose Felipe Calderón con la candidatura y luego con la presidencia; aquél no logró la postulación de Ernesto Cordero y Josefina Vázquez Mota fue derrotada por Enrique Peña Nieto, cuya inclinación sucesoria tampoco alcanzó la mayoría ciudadana, pues se optó por el actual inquilino de Palacio Nacional.

Con elecciones libres, justas y competidas la decisión sucesoria del Ejecutivo en turno ha resultado infructuosa.

Ahora, en plena voluntad presidencial por construir una nueva hegemonía a partir de la polarización basada en la confrontación excluyente, han aparecido ante nuestros ojos los componentes de aquel presidencialismo con decisión sucesoria integrada. Corren paralelas la lucha por la restauración del vértice que decide, alinea, impone y asume el compromiso de sentar en la silla presidencial a quien estima le será más funcional a su persona y a su proyecto, si es que admite todavía la posibilidad de distinguir una de otro. Es la sucesión adelantada por el presidente de la República como una de las vertientes de acción política posteriores a los comicios del 2021 y sus resultados.

Con el deseo de establecer su hegemonía, pero sin que exista todavía, desde la presidencia se señalaron personas afines dignas de esa encomienda. No viene al caso recordarlas a todas; sólo las que subsisten, la que llegó y la que permanece contra la intención del líder real de Morena: Claudia Sheinbaum Pardo, Marcelo Ebrard Casaubón, Adán Augusto López Hernández y Ricardo Monreal Ávila. La práctica del pasado con una modalidad: la presencia del no convidado. Dos figuras conocidas por sus antecedentes, actuaciones, triunfos y fracasos, y dos figuras modestas en pos de cobrar relevancia y densidad con el ejercicio del cargo y la ayuda del dinero público para promocionarse.

Es, en esencia, la pista por la disputa del favor presidencial que se piensa encubrir con una encuesta, como si el instrumento resultara creíble a la luz del uso que le ha dado el partido oficial. Será la candidatura del Ejecutivo para el hemisferio de sus partidarios y seguidores. En su fortaleza radica su limitación. La candidatura oficial que demandará el respaldo de quienes son beneficiarios de los subsidios presupuestales a distintos grupos sociales. Padrones relevantes y cantidades elevadas, pero sin que aquéllos tengan horizonte de crecimiento por las limitaciones presupuestales y con éstas en la permanente tentación populista del incremento para refrendar el compromiso y renovar el aplauso, pero con menos recursos disponibles. El techo está a la vista. Siempre puede haber candidaturas cuya expectativa de votación puede crecer; me parece que las que podría favorecer la voluntad de Andrés Manuel López Obrador, no caen en esa hipótesis.

La sucesión adelantada en el partido oficial tuvo su efecto en el México de la pluralidad política excluida y vituperada. No obstante la crisis profunda de nuestro sistema de partidos y la importante distancia de la ciudadanía de esas formaciones políticas, se han venido manifestando las legítimas aspiraciones de distintas personalidades de los partidos que conformaron la coalición Va por México en el 2021. Ese antecedente, más la falta de identidad partidista de la mayoría de las personas ciudadanas que no están de acuerdo con el gobierno en turno, la forma en la cual desempeña sus tareas y la ausencia de resultados positivos, ponen en la mesa un modelo de toma de decisiones que demanda necesariamente del concurso consciente de la ciudadanía.

En un lado la hegemonía presidencial y la designación vertical con el indispensable control de daños y la conocida operación cicatriz para las personas afectadas; y por el otro el reto de sustentar la candidatura en el auténtico respaldo de la ciudadanía, con la mayor extensión y densidad posibles.

En un lado es fácil prever la concatenación de situaciones y decisiones que se presentarán. De alguna manera es recurrir a la reconstrucción de escenas del pasado: 1963, 1969, 1975, 1981, 1987 o 1993, por ejemplo. La decisión presidencial y las estructuras partidarias y gubernamentales a cargo de construir la percepción de triunfo asegurado desde el poder público.

En el otro lado la historia está por escribirse. Sin el fulcro presidencial, sin el reconocimiento de una figura preeminente entre quienes pueden abanderar las causas de la sociedad más amplia en la futura coalición y sin personalidades relevantes para la sociedad en las dirigencias partidarias del PAN, del PRI y del PRD, el método para la construcción de la coalición y el método para la determinación de la candidatura de unidad presentan una encrucijada por la que deberá transitarse, sin que existan precedentes en nuestro sistema político. Ha habido procesos internos competidos en los partidos, pero no en una coalición; y también declinación de candidatura para favorecer la de unidad, pero no competencia por esa postulación.

En mucho nuestro país ha podido construir una democracia electoral que funciona, pero no ciudadanía o ciudadanos plenos para la práctica democrática. Cierto que sin la ciudadanía en las casillas no habría comicios, pero esa golondrina no pervive para el ejercicio de otros derechos políticos y el imperio de la ley como la norma esencial del comportamiento ciudadano.

La mejor defensa de la democracia está en la construcción y práctica de la ciudadanía, tan elusiva para nuestro país. El encuentro esperado está a la vista: la pretensión de la nueva hegemonía y su maquinaria contra la ciudadanía organizada en defensa de sus derechos. La candidatura impuesta por el presidente de la República o la candidatura de la pluralidad democrática en unidad.