Muchos abogan por la democratización de la Iglesia Católica y por una jerarquía eclesiástica más inclusiva y moderna. No son reivindicaciones nuevas. Desde los años sesenta del siglo pasado y como resultado del Concilio Vaticano II, su nivel de atención ha ido en función de la prioridad que les asigna el Sumo Pontífice en turno para la conducción de los asuntos eclesiásticos. Ahora bien, debido al trabajo de Juan Pablo II para posicionar a la Santa Sede como actor internacional importante, estos reclamos aperturistas se han incrementado notablemente. Partícipe de una realidad inescapable, la Sede Apostólica ya no puede sustraerse al escrutinio público sobre los problemas que la aquejan, en particular en casos de corrupción y pederastia, que son de alto impacto.

En sí misma compleja, la situación se dificulta aún más en virtud de que, por su dinámica interna y agenda religiosa, el Vaticano no avanza a la par y mucho menos a la vanguardia de la sociedad. Ello es normal debido a que, en su autoasignada condición de referente de la moral internacional, la Santa Sede está posicionada un paso atrás de las reivindicaciones sociales. Esta realidad se traduce en tensión al interior de los muros vaticanos, en particular entre quienes desearían profundizar el apostolado progresista del Papa Francisco y aquellos que estarían más cómodos con una Iglesia tradicionalista e inescrutable. Dicha tensión marca el reinado de Jorge Bergoglio, quien, en la búsqueda de equilibrios, pero también de pasos aperturistas, ha dado respuestas creativas a los estira y afloja que se generan entre fe y razón.

Quienes hablan de que la sede petrina debe ser más democrática y abierta, erróneamente lo hacen desde una óptica que asigna al Vaticano atributos que son propios de las instituciones políticas liberales, los cuales no se corresponden con su condición de actor sui generis frente al Derecho Internacional y tampoco con el doble carácter del papa como jerarca máximo de la Iglesia Católica y Jefe de Estado de la Santa Sede. Pensar en una sede apostólica democrática en su régimen interno, no refleja su tradición milenaria y tampoco su naturaleza religiosa. Lo mismo ocurre cuando se pretende que Roma abrace de inmediato causas sociales que cuestionan los componentes estructurales del catolicismo, en especial su dogma, liturgia y rito. En ese tenor, es de reconocer el mérito del Papa Francisco, quien ha sabido distanciarse de posturas inamovibles, por ejemplo al señalar que carece de autoridad para juzgar a personas de la comunidad LGTBQ+. Al hacerlo así, ha abierto la puerta a expresiones de tolerancia y respeto que habrían sido impensables en otros tiempos. Enhorabuena por ello, porque de esta forma la cúpula eclesiástica de Roma se acerca, gradualmente, a las formas de vida y necesidades espirituales de una nueva generación global, que por definición es solidaria, espontánea y libre. Parafraseando a Ovidio, son pasos pequeños, pero con grandes ventajas. Habent Parvae Commoda Magna.

El autor es internacionalista.