Ha imperado la voluntad presidencial sobre la mayoría de quienes fueron electos al Senado por la coalición que obtuvo el triunfo en los comicios de 2018, a fin de aprobar las reformas en materia electoral y de comunicación social gubernamental. Desde varias trincheras se ha señalado la ausencia de formas parlamentarias para dar cumplimiento a las indicaciones del inquilino de Palacio Nacional, así como la falta de pertinencia de las reformas en el tiempo político precedente a las elecciones para renovar los poderes legislativo y ejecutivo de la Federación en 2024.

En efecto, en la Cámara de Diputados tardaron más tiempo en “armar” el proyecto de Decreto aprobado en la madrugada del 7 del actual que en la deliberación efectiva en el Pleno, y se procesan en el Senado las reformas a cinco leyes y la expedición de otra en menos de una semana, con objeto de transitar por las fases formales del procedimiento reglamentario, pero sin usarlas para analizar las posibles consecuencias de lo propuesto y deliberar sobre ello. Sin disposición para tomar el tiempo necesario y escuchar las voces que advierten problemas, es apenas cumplir en la forma y simular en las cuestiones de fondo.

A su vez y aunque no hay más limitación temporal a las reformas electorales que su publicación con al menos 90 días de anticipación al inicio del proceso comicial en el cual se vayan a aplicar, el contexto político cuenta. A la luz de las modificaciones propuestas en torno a la estructura, atribuciones, funcionamiento y tiempos para realizar determinadas tareas de carácter personal y material, constituye un riesgo amplio y delicado hacerlo sin haber probado los cambios en la elección federal intermedia.

Ambas esferas son la muestra de los verdaderos propósitos de la reforma: hacer uso de la mayoría parlamentaria para imponer reglas que deberían contar con entendimientos y acuerdos para alcanzar la legitimidad de los actores políticos; y transferir al Instituto Nacional Electoral (INE) y al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación la responsabilidad de hacer frente a escenarios diseñados para que haya insuficiencias, deficiencias y errores en su desempeño.

Ante la polarización promovida por el Ejecutivo de la Unión y el clima de confrontación con cualquiera que piense distinto o proponga formas diferentes de hacer las cosas, se nos presentarán dos escenarios de riesgo para el proceso político: la organización misma de los comicios y su desarrollo con los niveles de satisfacción ciudadana y de reconocimiento generalizado que ha alcanzado el INE, y el surgimiento de conflictos, enfrentamientos y posiblemente hechos de violencia por las falencias de la revisión normativa. Dos situaciones indisolublemente vinculadas.

A partir de la convicción de que uno de los principales problemas del imperio de la ley en nuestro país es la distancia entre lo que dispone la norma y lo que ocurre en la realidad; es decir, la eficacia de las disposiciones legales o su cumplimiento efectivo, el surgimiento del Instituto Federal Electoral (IFE) en 1990 tuvo un arranque distinto. No sólo se establecieron las normas sobre la organización y desarrollo de los comicios, sino que se previeron las instituciones responsables de ello, los procedimientos para que el derecho ciudadano al sufragio libre quedara garantizado e incluso los órganos ejecutivos y técnicos a cargo de distintas tareas de la función estatal electoral, incluido el servicio profesional para atender funciones ejecutivas, técnicas y de vigilancia del organismo constitucional autónomo.

Son pocas -demasiado pocas- las leyes que incorporan en sus disposiciones las previsiones necesarias para el cumplimiento de su objeto.

El IFE funcionó y el INE funciona porque la ley ordena la tarea, como el levantamiento y actualización del Padrón Electoral, pero también establece con nitidez los órganos competentes para hacerlo en el ámbito del distrito, la entidad federativa y la nación, y los procedimientos para hacerlo. Normado el qué, el cómo, el quién y el cuándo. Al conformarse el nuevo Instituto, precisamente para garantizar la eficacia de su actuación en un entorno de construcción de confianza entre las fuerzas políticas, quienes articularon los acuerdos de esa época previeron en la ley los medios y las instancias para que la libertad del voto, su autenticidad y sus efectos no se pusieran en duda.

Y también para que los partidos políticos, bajo la consideración de ser entidades de interés público con acceso a prerrogativas para presentar sus ideas, principios y programas de acción política y gubernamental, fueran objeto de regulación, fiscalización y, en su caso, sanción, o para que quien realiza una función pública no anticipe vísperas y haga actos de precampaña y de campaña antes de tiempo por la ventaja indebida que implica.

Más allá de diversas modificaciones a la normativa electoral o de comunicación social, como la transferencia previamente concertada de votos entre partidos coligados o dejar de considerar propaganda gubernamental la difusión en tiempos de campaña electoral de las obras realizadas o los servicios prestados, pues una está prohibida porque de otra forma se desvirtuaría la decisión del elector y otra se encuentra regida para que no se utilice dinero público en promoción personal, lo mayormente preocupante es la pretensión de desarticular los aparatos profesionales que sustentan la actualización permanente del Padrón Electoral, la ubicación de las casillas, la designación y capacitación de quienes serán responsables de las mesas directivas de casilla y la vigilancia y fiscalización del cumplimiento de las normas electorales.

Las modificaciones impulsadas por el gobierno federal sobre las estructuras ejecutivas de carácter central y desconcentrado de la autoridad electoral nacional llevan implícita la intención de afectar el cumplimiento eficaz de sus encomiendas  por falta de personal necesario y permanente para atenderlas, en un contexto de reducción de tiempos para desplegar lo que la experiencia ha acreditado que requiere plazos más amplios para concretarse, como la convocatoria para asumir funciones en la casilla y la capacitación inherente, o para el trámite de expedición o actualización de la credencial para votar.

La institucionalidad electoral ha logrado generar condiciones para que la competencia política -a partir de la equidad- se produzca a través de cauces que previenen y desalientan el enfrentamiento, las vías de hecho y la violencia. Al afectarse las funciones de los organismos electorales y propiciarse la ventaja gubernamental en los comicios. El riesgo más grave es el surgimiento del conflicto y la violencia. La falacia del alto costo de las instituciones electorales y los procesos a su cargo y la reducción de sus estructuras puede dislocarlas y, con ello, traer consecuencias indeseables e inmerecidas para la ciudadanía. La revancha es con el INE, pero la afectación real es a la ciudadanía.