Siendo Julio Cortázar uno de nuestros escritores fantásticos por antonomasia, sobre todo en sus cuentos se pueden reconocer aquellos elementos de lo que Tzvetan Todorov consideró otro género literario más. Con propiedades muy particulares, y ajenos ya a lo denominado como “extraño” o “maravilloso, se apuntalan en la “vacilación” experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales y de buenas a primeras enfrenta un acontecimiento aparentemente “sobrenatural”. En sentido estricto, pudiera existir la posibilidad exterior y formal de una explicación simple de esos fenómenos, pero al mismo tiempo carece por completo de “probabilidad interna” (Todorov dixit) y por lo mismo se exacerban las dudas del lector ante dichos acontecimientos.

La incertidumbre ante los relatos fantásticos de Cortázar (por ejemplo, los que conforman ese ya clásico que es Bestiario) se acrecienta en el momento en que suponemos poder recurrir a una explicación natural de ciertos hechos sobrenaturales, los cuales por supuesto no llegan a ajustarse del todo a una lógica tradicional o preestablecida. Una exégesis “racional” de cada uno de ellos nos permite comprobar entonces que efectivamente hay una ruptura progresiva en relación con el terreno de lo “posible”, y aunque pasa inadvertida al lector común y corriente, encarna tanto en su naturaleza como en su génesis recursos sustanciales del género.  Aquello que parece ser el resultado de una intrusión brutal del misterio en el marco de la vida real, la “metalepsis”, responde en verdad a un empleo magistral ─tanto lingüístico como estructural─ de los elementos constitutivos del relato. Hay toda una preparación progresiva por parte del escritor para con su lector in potentia, como artífice de una sólida arquitectura o de un impecable engranaje donde los dinteles mayores se apoyan en otros menores menos perceptibles.

En la medida en que lo “fantástico” implica una integración del lector con el mundo de los personajes, Cortázar recurre a la primera persona, a manera de tono confesivo, y teje fino para provocar una percepción ambigua del lector frente a los acontecimientos, subrayando lo que un escritor anti fantástico como Vargas Llosa ha dado en llamar “la verdad de las mentiras”. Así se confirma que esa “vacilación” constituye la primera condición de lo fantástico, y por qué no hasta incluso uno de sus temas. Lo fantástico aparece, por lo mismo, como un caso particular de la llamada “visión ambigua” del relato, parafraseando otra vez a Todorov.

Si bien un estudio acucioso de los considerados relatos fantásticos de Cortázar diluye en buena parte una primera y en este caso siempre necesaria e incondicional lectura ─como artificio sine qua non del género─, no menos apasionante resulta intentar descodificar tanto sus mecanismos como sus procedimientos. Construidos con sumo detalle, con artificiosa facilidad, se nos va revelando una estructura perfecta en la que todos sus componentes, hasta los en apariencia menos substanciales, tienen una razón de ser. Tomando en cuenta que la “atmósfera” resulta de vital importancia, se puede corroborar que el criterio definitivo de autenticidad se rige aquí no a partir de la estructura de la intriga, sino más bien por el trazo de una impresión específica, mecanismo este último a través del cual el escritor termina por seducir ─convencer─ a sus lectores.

Más allá de los mecanismos de la intriga y de las propias intenciones de su autor, los relatos fantásticos de Cortázar surten verdadero efecto por la intensidad emotiva que los mismos provocan, experiencia sui generis apuntalada a su vez en la aparición de potencias, mundos y hechos insólitos. Y si dichas experiencias poco o nada ajustan en el transcurrir cotidiano, para por lo mismo no poder ser juzgadas a partir de la lógica más ortodoxa y tradicional, lo importante aquí es que responden a los códigos marcados por una coherencia integral del texto, que trazan a la vez su propia e ineludible verdad, de lo que Roger Callois dio en llamar “impresión de extrañeza irreducible”.

El carácter magistral de estos cuentos de Julio Cortázar, como bien se deduce de la experiencia que como “lectores embriagados” podemos tener de frente a sus siempre sorprendentes relatos de manufactura fantástica, está en el grado de persuasión o sugestión que los más de ellos producen en el lector, dominio tras el cual se llegan a esconder incluso las posibles intenciones deliberadas del escritor. Las rupturas o “metalepsis” parecen darse más allá del escritor, incluso como si él mismo ─¡he ahí la maestría del cuentista!─no las percibiera. En este preciso caso, no llegamos a dudar de los acontecimientos mismos, sino más bien de que nuestra manera de acercarnos a ellos o de comprenderlos sea o no exacta, de nuestra propia capacidad de percepción y de atención.

Situándose en muchos de estos cuentos como personaje, o si acaso como quien recibió noticia sobre lo acontecido (cartas, diarios, crónicas, etcétera), el escritor empieza por hacernos partícipes de su propia experiencia. Nada parece ser resultado de su imaginación, de sus quiméricas fantasías; sólo comparte aquello que a él mismo impresiona, ante lo cual ha sido por lo menos actor indirecto. En este sentido, también se constatan las posibles posturas o voces que suele adoptar el narrador, los distintos niveles discursivos en los cuales se sitúa: primera, segunda o tercera personas, según sea el caso. Cortázar muestra ser así un maestro en el empleo de figuras de la retórica literaria como la diégesis y la metadiégesis, conforme sus niveles de construcción narrativa suelen en este género igualmente casar      ─ajustar, embonar─ con cuanto el humano lector desea y/o teme, ambiciona y/o aborrece.

Otro tanto sucede con los diferentes códigos de análisis (proaierético, referencial, de connotaciones, simbólico o hermenéutico), de los cuales sólo uno de ellos, el simbólico, me parece un tanto arriesgado o peligroso, en virtud de las propiedades del propio relato fantástico. Este último, y aunque nos permitamos valoraciones más o menos “lógicas”, lo cierto es que estas “pretensiones prácticas” sólo alteran y lesionan esa experiencia fantástica que Todorov reconoce como apasionante e inequívoca. Entonces comprendemos que aquello que llamamos “verosímil” sólo responde aquí a ciertas convenciones culturales del género, por demás siempre elásticas, y el someterlas a una revisión racional de símbolos ─participación absoluta de la razón─ tampoco nos distancia de esa unidad del relato fantástico como un todo único e indivisible. Releer al Julio Cortázar fantástico será siempre apasionante y revelador.