Se acabó el año 2022. Como es tradicional, el calendario marca el inicio de un nuevo ciclo, que la gente visualiza con optimismo y ánimo de renovación. En la azarosa ruleta de la vida, atrás quedan momentos irrepetibles y en el horizonte se perfilan buenos augurios, que buscan contrarrestar la incertidumbre y riesgos del porvenir. En este año que concluye, diversas regiones del mundo han afrontado situaciones complejas, que dan vuelo a intereses nacionales y luchas de poder, que antagonizan con  la capacidad de la humanidad para construir acuerdos, fomentar la solidaridad y reforzar la paz entre los pueblos, en sentido amplio.

La pandemia de Covid-19, que desde hace un bienio llegó para quedarse, alertó sobre los riesgos que conlleva la soberbia científica y su pretensión de dominar la naturaleza. Esta emergencia sanitaria, en sí misma grave, visibilizó la fragilidad del género humano frente a un virus microscópico, que puso al mundo de rodillas y cambió el orden de prioridades, al colocar en primer lugar la sobrevivencia por encima de cualquier otra meta. Paradójicamente, cuando parecía que se regresaba a la normalidad, una nueva sopresa dio al traste con el incipiente optimismo. El conflicto entre Rusia y Ucrania, desatado a principios del año, otorgó brío a la violencia y sentó sus reales en esta última nación de Europa Oriental. Así, en un suspiro, se pasó de la emergencia sanitaria a la emergencia bélica, sin saber bien a bien en qué momento la paz perdió el paso y se fracturó.

En este embrollo, que refleja la crisis del sistema multilateral heredado de 1945, la Copa FIFA 2022 de fútbol, efectuada a finales del año y por primera ocasión en un país musulmán de Medio Oriente, convocó la atención del mundo. Durante algunas semanas, el deporte desdibujó desencuentros y reafirmó su capacidad para impulsar la solidaridad y la amistad entre naciones y pueblos con culturas diferentes. En el ocaso del año, la magia deportiva también alertó sobre la posibilidad de avanzar en la pedagogía de la paz a través del desarrollo de actividades que estimulan la fortaleza física y espiritual y, por ende, aquella del tejido social.

Sin aludir a lo religioso, en el mundial de Qatar se materializó el postulado de las tres grandes confesiones monoteístas, de cuidar el cuerpo como fórmula para armonizarlo con la mente y el medio ambiente y, así, edificar la paz justa, digna y duradera a la que todos tenemos derecho. En efecto, en las tradiciones abrahámicas la salud física y mental es precondición para el desarrollo pleno de la persona y de su interacción armónica con la sociedad. En un mundo complejo e incierto este es, quizá, el principal aporte de la Copa FIFA 2022, que paradójicamente ocurrió en la periferia de la “tierra de Dios”. Enhorabuena por este y otros grandes eventos deportivos, que fomentan la superación individual y ofrecen esparcimiento a millones de personas que son rehenes de la pobreza y la exclusión social, de la intolerancia y la violencia, de intereses de poder, de nacionalismos abyectos y de guerras sin sentido. Es de esperar que el 2023 sea mejor para todos.

El autor es internacionalista.