El maravilloso pintor de los grandes contrastes

Huérfano desde muy pequeño por una epidemia de cólera que asoló distintas regiones de Europa a mediados del siglo XIX, Joaquín Sorolla (Valencia, 1863-Madrid, 1923) descubrió desde muy chico que su verdadera vocación era la pintura. Adoptado por unos tíos que en su medianía no entendían que su sobrino pretendiera ganarse la vida como creador plástico, y un poco a contracorriente, como suele abrirse casi siempre camino el arte, encontró en la soledad y el aislamiento los primeros temas para potenciar un talento natural que de igual modo desde muy joven supo defender a capa y espada, incentivado por sus primeros maestros en la Escuela de Artesanos de su natal Valencia.​

Discípulo destacado del notable paisajista José Vilar y Torres, Sorolla de igual modo tomó clases y se influenció del impresionista Ignacio Pinazo Camarlench, ​por una época en que las artes plásticas valencianas vivían uno de sus momentos de mayor esplendor, incluida la ecléctica dinastía Benlliure. Más bien fuera de contexto y adelantado a tu tiempo, pues en España predominaba todavía una pintura de cargados dramatismo y afluente histórico, encontraría en el estudio a fondo de la obra sobre todo de Velázquez el mejor acicate para entender que su tiempo llegaría, algo así como en la música sabemos lo descubrió su contemporáneo Gustav Mahler.

Así, tras su primera y deslumbrante visita al Museo del Prado, pintó el lienzo inédito “Estudio de Cristo” que se redescubrió apenas en 2012, con la influencia ineludible del “Cristo crucificado” del gran genio sevillano. Su consagración se daría un poco después, tras conseguir la Medalla de segunda clase en la Exposición Nacional por su cuadro “Defensa del parque de artillería de Monteleón”, obra melodramática y oscura, hecha expresamente para tal ocasión y expresion decantada de su atípica etapa realista. Todavía en su tierra natal, obtuvo otro gran éxito con “El crit del palleter” sobre la guerra de Independencia, por lo que fue pensionado por la Diputación Provincial para viajar a Italia y descubrir de cuerpo presente la escuela Renacentista.

Con su amigo y colega Pedro Gil viajaría a París durante 1885, para entrar en contacto con la obra de los grandes impresionistas y encontrar otras variaciones trascendentes en su temática y su estilo cada vez más inconfundibles. Ese encuentro directo con las vanguardias europeas acabaría de detonar la creatividad del gran genio valenciano. El artista más prolífico y destacado de su generación, pues dejó un variado acervo de más de dos mil obras catalogadas, tuvo en los más grandes pintores impresionistas franceses a sus más importantes modelos a seguir, desarrollando con el tiempo sus tan peculiares personalidad y estilo.

Ya instalado en Madrid, Joaquín Sorolla se convirtió en una leyenda viviente, y en un viaje de vuelta a la Ciudad Luz, allí desarrolló su singular “luminismo”, la firma de su obra hasta su muerte. Como los impresionistas, comenzó a pintar al aire libre, predominando su no menos magistral manejo de la luz donde combina escenas cotidianas y paisajes de la vida mediterránea. Su amigo el escultor Ricardo Causarás Casaña lo inmortalizaría por esos años en una estatua y una mano en proceso de creación que entonces se expusieron con éxito y fueron premiadas, fortaleciendo el gran mito viviente.

Con enorme éxito en vida y convirtiéndose en un artista de culto, su natal Valencia lo nombró entonces hijo predilecto y meritorio, poniéndole además su nombre a una calle. Tras muchos viajes por Europa, principalmente Inglaterra y Francia, celebró una exposición en París con más de medio millar de piezas, lo que le dio un reconocimiento internacional inusitado, conociéndose su obra por toda Europa y América. En Jávea realiza su famosa serie de niños desnudos, que propició un encargo de la Hispanic Society of America; uno de los cuadros más destacados de la serie es “El baño”, de 1905, un invaluable de la colección del Museo Metropolitano de Nueva York.

Por eso años adquirió un solar en el paseo del Obelisco de Madrid (luego calle del General Martínez Campos), y allí encargó un hermoso proyecto al arquitecto Enrique María de Repullés y Vargas, ampliado por él mismo algunos años después. Sorolla inauguró así en 1911 su nueva casa-taller en la capital, gracias a una extendida bonanza del artista que se consumó tras una famosa exposición suya en Nueva York que poco despues se replicaría con no menos fortuna en el Instituto de Arte de Chicago. Un gran encango de varios murales de la Sociedad Hispánica de América y retratos de destacados personajes españoles y extranjeros, entre 1913 y 1919, confirmaron el nombre de Joaquín Sorolla como uno  los de mayor referencia de la plastica española de cara al mundo y el nuevo siglo. Esa sería su última y muy fructífera etapa creativa, antes de que le viniera una inesperada apoplegía que con honda tristeza lo postró los últimos tres años de su iluminada existencia.

En 1932 su famosa casa-taller fue reabierta como Museo Sorolla, y hace algunos meses pude ver allí una hermosísima y muy bien puesta exposición con su más bien atípica obra oscura donde el citado ascendente de Velázquez ––y el de Goya, en menor escala–– se manifiesta determinante. Ese maravilloso espacio debe ser de obligada visita en un viaje a la capital española.