El último día del año murió Benedicto XVI, el Papa alemán que tuvo las agallas para suceder en el trono de San Pedro a Juan Pablo II y trabajar a favor del reposicionamiento de la Iglesia Católica, tras las secuelas del fin de la Guerra Fría y del larguísimo reinado de su popular y polémico antecesor. Joseph Ratzinger cumplió con una tarea enorme, no siempre comprendida por amplios sectores de la opinión pública mundial, habituados a encajonar personalidades y eventos en los parámetros de ópticas maniqueas y superficiales. En la Santa Sede esa visión no cabe. La complejidad de los asuntos que tiene a su cargo, al interior de la Curia y en el plano internacional, exige al pontífice en turno atender una agenda religiosa y política original, dinámica y de propósitos múltiples, que busca facilitar la interlocución de la Sede Apostólica con los actores de un mundo inédito y con las causas de las nuevas generaciones. Se trata de una agenda muy sensible porque también impacta los entresijos del poder al interior del palacio apostólico.

En este contexto Benedicto XVI, prestigiado teólogo experto en Jesús Dios y Jesús Hombre, contribuyó a recuperar la centralidad devocionaria de Cristo, que en algún sentido habría sido desplazada por el marcado marianismo de Karol Wojtyła. De igual forma, no cerró los ojos ante escándalos de pederastia y corrupción al interior de la Iglesia y reconoció que, su supervivencia en el siglo XXI, pasa por el escrutinio público. Con su renuncia al cargo, el pontificado de Ratzinger sirvió de puente entre dos visiones diferentes y complementarias para conducir al catolicismo y a la sede petrina en una coyuntura mundial delicada, donde hay descreimiento en la política, fragilidad en las instituciones multilaterales y serios riesgos a la paz y la seguridad globales.

Benedicto XVI, agudo y sensible, atenuó desencuentros entre el intenso activismo internacional de Juan Pablo II — y el descuido que significó para los temas internos del Vaticano — y el llamado de los cleros regular y secular así como de la jerarquía en todo el mundo, a volver a ver hacia dentro de la Iglesia. Afectada la institución por los intereses de una curia longeva, representativa de la generación de Wojtyla, el papa alemán abrió las puertas pastorales y del gobierno eclesiástico a las nuevas generaciones de religiosos, luego de haber sido prácticamente ignoradas en los casi 27 años que estuvo en el trono de San Pedro el antiguo Arzobispo de Cracovia. Ratzinger también trabajó para contener la desbandada de fieles que propició su antecesor por su alejamiento de las enseñanzas del Concilio Vaticano II y de las preocupaciones cotidianas de la gente.

Benedicto XVI logró su cometido y, con la llegada de Francisco, restauró la voz de los Jesuitas, que en respuesta a la elección de Wojtyla en el cónclave de octubre de 1978, decidieron “guardar un prudente silencio”, como entonces dijo el papa negro Christian Hans Kolvenbach, en alusión al conservadurismo religioso del nuevo pontífice. Joseph Ratzinger ha pasado a la historia. Por ahora, basta con señalar que en la convulsa época que le tocó vivir, las descalificaciones y exabruptos ideológicos de sus críticos políticos y religiosos, sucumben a su prudencia y a la profundidad de su pensamiento filosófico y teológico. En vida ajeno a reflectores, ahora que ha fallecido el legado de Benedicto XVI ilumina las reflexiones de creyentes y no creyentes, al tiempo que dota de contenido concreto el lema que adoptó para su papado: Cooperatores veritatis.