Innegable acierto de la Academia Sueca entre tantas designaciones y omisiones erráticas en la historia del Nobel de Literatura, del gran novelista John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, Sudáfrica, 1940) admiro además su honesta defensa de las causas justas, entre ellas su respeto y su amor irrestrictos por las demás especies desprotegidas. Defensor a ultranza de los perros, nuestros hermanos, en su sólida y notable narrativa abundan las historias donde esa leal lucha suya se transmuta en la de personajes que son su alter ego (su Elizabeth Costello, por ejemplo) y condenan esa tan mezquina condición nuestra depredadora, homocéntrica y ególatra, tan proclive a la destrucción como al envilecimiento. De rotunda verdad en este sentido son por ejemplo sus conferencias reunidas con el categórico título de La vida de los animales.

En principio un realista redomado, Coetzee es además un escritor que apuesta siempre por la innovación formal ya presente de cuerpo entero desde su reveladora gran novela de iniciación ––en el más amplio sentido del término y en muy diversos terrenos–– Esperando a los bárbaros, donde por otra parte se percibe al no menos convincente luchador social. Escritor con una siempre no menos sólida solvencia humana, en su literatura está también quien persigue despetar una conciencia adormecida, o como se entiende con respecto a ese gran propósito utópico implícito en la creación artística de adeveras, ¨volver al orden lo que es caos”. Quizá resulte un lugar común hablar de “literatura comprometida”, pero en Coetzee esta expresión adquiere peso específico, un alto sentido cualitativo, tras la búsqueda de lo que Kundera ––una de esas tantas inobjetables omisiones del Nobel–– ha dado en llamar “la búsqueda de la esencia del ser”. De ahí su gran homenaje a uno de sus grandes escritores de cabecera, Dostoyevski, en El maestro de Petersburgo.

Acabo de leer una novela hasta cierto punto atípica de este gran polígrafo sudafricano, que sé primero se ha dado a conocer en su versión en español, El polaco, donde además se manifiesta el sabio melómano que ha sabido reconocer en el arte de Euterpe la simiente primera de la creación estética. Traducida espléndidamente por Mariana Dimópulos, acierta con una obra donde además se reflexiona sobra las diferencias idiomáticas y los problemas inherentes a toda traducción, de ahí el sabio dicho italiano “traduttore, traditore”. En torno a la relación amorosa de dos maduros personajes, un profesional pianista polaco y una diletante catalana, Coetzee despliega aquí su otra sabia gran pasión musical, por el piano y en particular por la obra mayúscula de Chopin (“Cañonazos en medio de las flores”, así la describió acertadamente el también gran musicólogo y crítico Robert Schumann, otro de los grandes monstruos del Romanticismo). Witold Walczykiewicz y su pasión prohibida encarnan por otra parte la trasmutación mundana del gran amor dantesco mitificado en su paradigmática Divina Comedia, conforme a través de ella asciende desde el Infierno hasta el Paraíso, de la mano de Virgilio y de su amada Beatriz. Atrás está todo el tiempo la música de Chopin, que su docto intérprete es a su vez capaz de descubrir en su verdadera esencia (a su vez, Chopin y George Sand) hasta que su Beatriz le hace caer en cuenta que su lectura del gran compositor y pianista ––su personal guía, con ella–– ha sido hasta entonces extremadamente académica y exenta de pasión. Él a su vez le enseñará a ser menos pragmática, a redescubrir la poesía que se esconde tras el ejercicio cotidiano de la vida, a través de la música y del testamentario poemario que ella le inspira escribir.

Esta especie de hermosa sonata otoñal, quizá el libro más intimista de su autor (sus autobiográficas tolstoianas Infancia, Juventud y Verano lo son de otra manera), pareciera ser uno de esos textos que su escribidor había tenido en la gaveta y al cual se atrevió por fin a darle fe y existencia. Y el ambiente musical que la envuelve subraya esa intimidad, esa historia de affaire tardío que trae además consigo el adicional de tener que emprenderse en una lengua franca, en inglés; otro escritor modélico de Coetzee, el irlandés Samuel Beckett ––secretario a su vez nada más y nada menos que de Joyce–– terminaría en cambio, por decisión propia, escribiendo en francés. Atenuendo estos desacuerdos lingüísticos, atrás están siempre las sombras de Chopin y George Sand, quienes en su modélica pasión decimonónica contribuyeron a eternizar ese lugar hoy mítico que es Valldemosa, en Mallorca, en las Baleares, donde se desarrolla parte de la novela. En ambos casos el lenguaje que predominará será el de la música, al fin de cuentas el universal por antonomasia.

El polaco, de J. M. Coetzee, es uno de esos libros de madurez decantada que apuestan por lo sencillo y a la vez profundo, después de haber recorrido un largo y sinuoso itinerario  de siempre arriesgada experimentación, de una en su caso casi obsesiva búsqueda formal presente desde sus iniciales novelas Tierras de poniente y En medio de ninguna parte. Ya algo lejos de la colonización, de la sombra del apartheid y de la guerra, de la violencia y el sufrimiento que tensan buena parte de su literatura, desde su citada Esperando a los bárbaros hasta Desgracia ––su no menos esencial Vida y época de Michael K. está en el centro de esa vorágine––, El polaco es algo así como un supuesto remanso, porque de trasfondo está la no menos triste miseria que se esconde tras la vejez y la muerte. Ese encuentro otoñal resulta ser una última bocanada de quien en la pasión redescubre su otra afición no siempre correspondida por la escritura, por la poesía, a sabiendas de que en su caso ha sido ––y en el del mismo Coetzee, él lo ha confesado–– una amada no menos huidiza.

Otra de sus obras donde vuelve a reflexionar sobre la insuficiencia del lenguaje para transmitir cuanto queremos expresar a través de él, Coetzee se detiene nuevamente en cómo en su llamada función “estética” se ensanchan y dimensionan las posibilidades de un instrumento que en otros terrenos ha sido causante de intestinos desacuerdos y conflictos. Un estudioso de esa función, de grandes poetas objeto de su admiración, en su ya publicada correspondencia entre 2008 y 2011 con su entrañable colega norteamericano Paul Auster (Aquí y ahora) podemos atestiguar el diálogo profundo y locuaz de dos de los más grandes escritores e intelectuales en activo de nuestro tiempo, en derredor de temas de interés compartido como la vida y la muerte, el amor y el matrimonio, la paternidad y la docencia, la creación artística y la crítica, la infancia y la vejez, las crisis existenciales y hasta económicas, presentes muchos de ellos precisamente en El polaco.