Todo gobierno acusa el desgaste del tiempo transcurrido, pero más si los ofrecimientos hechos no se concretan y las explicaciones no son mínimamente satisfactorias para la población. En el caso de la presente gestión presidencial, al deterioro natural de la credibilidad se le acumula la tenacidad de la división bipolar del país y el ataque cotidiano a toda persona, grupo u organización que expresa algún disenso con el pensamiento y las acciones presidenciales.

La administración pública federal acusa ese desgaste. Pocas personas alcanzan alguna visibilidad y aún menos obtienen reconocimiento; el monopolio de la comunicación del Ejecutivo Federal en el programa matutino que conduce ha reducido a una expresión inferior el papel de quienes colaboran en el gobierno. Aún las “corcholatas” tras la candidatura presidencial de Morena ocupan una posición menor para la sociedad, por la forma en la cual se pliegan a los deseos de Palacio Nacional; y no porque se espere que controviertan al presidente, sino por la carencia de un perfil que enriquezca el gabinete o aporte elementos para fortalecer la administración.

No hay resultados positivos durante estas prácticamente tres cuartas partes del período presidencial recortado a 70 meses para el período 2018-2024. En política la confrontación como divisa; en economía la ausencia de crecimiento como constante; en seguridad los extremos nocivos de militarizar y no lograr el descenso de los hechos delictivos; en desarrollo social el incremento de la pobreza, el deterioro de la educación y la destrucción del sistema público de salud; en materia ambiental el daño por acción propia y por omisión para contribuir a frenar el cambio climático; y en cultura la ausencia de propuestas y de metas susceptibles de ser evaluadas.

Esos saldos poco interesan al inquilino del Palacio Nacional porque su voluntad primordial es el ejercicio cotidiano de la propaganda: el control de la narrativa, la dirección de la agenda pública y la ruta de la conversación social. Lo que era una hipótesis de trabajo e inclusive una materia sujeta a la opinión de la ciudadanía, se ha convertido en una cuestión probada por la expresión del propio presidente de la República sobre los propósitos de su programa matutino de información y declaraciones gubernamentales.

A raíz de la participación de la valiente e inteligente periodista Nayeli Roldán de “Animal Político” en dicho programa el viernes 10 de marzo en curso, con objeto de cuestionar al Ejecutivo sobre las denuncias de espionaje telefónico del Centro de Inteligencia Militar al señor Raymundo Ramos Vázquez, defensor de derechos humanos en Nuevo Laredo, el mandatario ejecutivo federal se desencajó y perdió los estribos, cuando puso en duda la labor y el interés periodístico de la reportera y le recriminó: “Usted no va a poner la agenda.” En otras palabras, el gobierno de la República resiente el ejercicio de la libertad de expresión de quienes cuestionan, critican y piensan distinto.

Ha sido reiterado el señalamiento sobre la forma en que las Fuerzas Armadas han desbordado los cauces constitucionales; han asumido una diversidad de funciones ajenas a la disciplina militar que tienen prohibidas por hallarse el país ajeno a un conflicto bélico (artículo 129), y si bien podría entenderse que las labores castrenses requieren de las tareas de inteligencia, no parece haber justificación válida para intervenir las comunicaciones telefónicas de una persona destacada en la defensa de los derechos humanos ante la actuación de integrantes del Ejército, la Armada de México o la Fuerza Aérea.

Ocurre que con base en las revelaciones de las comunicaciones internas de la Secretaría de la Defensa Nacional que derivan del autodenominado grupo Guacamaya, el Ejército ha dispuesto y dispone del programa de infiltración de teléfonos inteligentes conocido como Pegasus, mismo que sin mediar autorización judicial alguna fue utilizado para conocer los movimientos, los mensajes de texto y las comunicaciones telefónicas del presidente del Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo.

Y si bien esas labores de ilegal intromisión en la vida privada de una persona se sucedieron de tiempo atrás, el contexto de la información es revelador, porque sucede cuando el señor Ramos enarbola la defensa de los jóvenes asesinados en esa ciudad tamaulipeca a finales de febrero último por un grupo de soldados que pretendían encubrir el uso infundado y excesivo de la fuerza con la cortina de una acción contra presuntos integrantes de una célula de un cartel dedicado al tráfico y la venta de drogas.

Ante la evidencia de que el Ejército realiza labores de recolección y análisis de información de personas ajenas a las funciones castrenses vinculadas a la seguridad nacional, la seguridad interior y aún la seguridad pública que en forma extraordinaria realizan las Fuerzas Armadas durante el proceso de formación y consolidación de la Guardia Nacional, la reacción presidencial es faltar a la verdad e incluso al compromiso mínimo de investigar los hechos denunciados y sancionar a las personas responsables.

No hay intervención ilegal de comunicaciones, no hay acciones para proteger al Ejército de las denuncias por violaciones a los derechos humanos; para el Ejecutivo Federal hay tareas de inteligencia, hay necesidad de contar con información para combatir a la delincuencia organizada. Entonces, ¿quién y porqué autorizó la intervención en el teléfono inteligente del defensor de los derechos humanos de Nuevo Laredo? ¿Cuál es la evidencia que condujo a considerarlo como parte de la delincuencia organizada en esa ciudad? Estos vacíos de información sirven para acreditar la arbitrariedad del Ejército y el ámbito de impunidad -falta de voluntad para fincarles responsabilidad- en el cual actúan sus mandos e integrantes.

Y si faltar a la verdad no es suficiente, la intolerancia y la agresión para descalificar a las personas que buscan esclarecer lo ocurrido y sus consecuencias para quienes han actuado y actúan en contra de los límites constitucionales y de la ley, se convierte en el recurso de la retórica de la desinformación presidencial: “…no me creen que nosotros no espiamos a nadie…”; “…es una consigna…”; “…así es como se justifican ante sus audiencias, sobre todo hacia el sector conservador de la población, que existe y que es cuantioso, son 20 o 25 millones”.

Para el presidente de la República las denuncias periodísticas sobre el espionaje militar son producto del ejercicio profesional que representa a los corruptos, y menciona sin más sustento que su dicho arbitrario a “Animal Político”, “Reforma” y Carmen Aristegui, revelándose su intolerancia a la opinión crítica.

Ante los elementos de prueba sobre la actuación ilegal del Ejército y el uso de instrumentos de infiltración en los teléfonos inteligentes para proteger sus intereses y no los de la sociedad en alguna vertiente de sus funciones, el Ejecutivo de la Unión antepone la propaganda al afirmar que su forma de actuar es diferente a la de quienes le precedieron en la presidencia de la República. No importa faltar a la verdad y recurrir a la descalificación basada en la intolerancia.

En el atril de su programa matutino cotidiano, la narrativa que articula y difunde el Ejecutivo es el alma de la gestión; el principal ejercicio de propaganda de la jornada y el eje para difundir prolijamente el enfoque que desea impere en las percepciones públicas. Hay una arena de la disputa por la mayoría de la voluntad popular en las audiencias en compartimentos de identidad o de intereses de muy diversa índole, e incluso en el territorio y el contacto con la ciudadanía de quienes buscan y buscarán su voto, pero la arena que domina el presidente de la República es las de los vehículos para construir, difundir y reiterar hasta el cansancio la propaganda de una persona bien intencionada, preocupada auténticamente por quienes son más vulnerables y a quienes sus enemigos no dejan avanzar y concretar sus objetivos. Sin equilibrar en ese ámbito, la pluralidad excluida continuará hablándose entre sí.