He seguido de cerca la carrera del talentoso cineasta judío norteamericano Darrem Aronofsky desde su perturbadora opera prima Pi: El orden del caos de finales de los noventa, y sobre todo después de su casi inmediata gran cinta de confirmación Requiem por un sueño, a partir de la novela homónima de Hubert Selby Jr. que igualmente escribió el guión. Considerada por varios críticos como una de las mejores películas de su década y ya de cara a un nuevo milenio, convirtiendose desde su estreno en una cinta de culto, como en el clásico La gran comilona, de Marco Ferreri, la gula aparece aquí como una engañosa válvula de escape casi existencial ––otra lo serán las drogas––, de ácida crítica a una sociedad prejuiciosa y estereotipada. Requiem por un sueño muestra la penetrante mirada de un joven realizador para quien el cine como arte no tiene razón de ser si no confronta al individuo y a la sociedad con sus mayores crisis y miserias, con sus obsesiones y miedos, con aquello que Freud describe como tesis neurálgica de su gran ensayo El malestar en la cultura.

Autor de igual modo de la premiada cinta El cisne negro que corroboró la madurez actoral de Natalie Portman como una bailarina clásica que pierde todo sentido de la realidad tras la presión de una madre castrante y una carrera despiadada, y del fallido y controvertido filme de ascensión La fuente de la vida, Aronofsky ha vuelto a los primeros planos con su más reciente La ballena.  A partir de la exitosa y no menos desgarradora espléndida obra de teatro homónima de Samuel D. Hunter, otra vez, como con Ferreri o su revelador Requiem por un sueño, la gula encarna un acto de abandono y de renuncia a la vida, de hartazgo, de manifiesta soledad existencial, de lo que Baudelaire denominaba el spleen como estado de angustia vital. El personaje protagónico experimenta de igual modo un severo sentimiento de pérdida, de vacío tras el abandono y el rechazo, y con ello, de renuncia paulatina a la vida.

Tras esta muy triste y no menos perturbadora historia se descubre sin embargo una posible vía de redención ilusoria, porque en el alma y la mente del personaje, en sus sueños más profundos, lo han acompañado la ficción y la alquimia propias del arte que siempre busca volver al orden lo que es caos. En su aspiración utópica, la creación estética de alguna manera también se convierte en algo así como un cáliz de salvación, cuando no de obligada catarsis, porque la verdad del arte y la verdad del mundo real se entrecruzan, pero no coinciden del todo, pretendiendo éste ser espejo de la vida. ¿Y por qué La ballena? Más que por el aspecto físico del protagonista, de su obesidad mórbida como manifestación inobjetable de orfandad, de rechazo al mundo propiciado por el quebranto de la pérdida, surgen aquí Herman Melville y su maravillosa novela Moby-Dick para exacerbar la imaginación y la sensibilidad poéticas del protagónico maestro universitario en crisis que sólo en ese espacio encuentra refugio. Pero esas ansias de redención final tras un reencuentro con su hija sólo serán eso, ilusorias, porque más allá de su pasión por los mundos imaginarios y su sensible vocación poética, la realidad resulta implacable y por lo mismo siempre termina por superar a la ficción en su crudeza, en su carácter ineludible. Entonces sólo la muerte aparece como única posible puerta de salida, de escape.

Y como en El luchador donde rescató de las garras del olvido al otrora galán y sex symbol Michey Rourke, sí, el mismo de Nueve semana y media, de Adrian Lyne, con la entonces joven hermosa y no menos sensual Kim Basinger, ahora ha hecho lo propio con el galán de otros tiempos Brendan Fraser, el héroe de la popular saga La momia. Pareciendo extraer agua de las piedras, en ambos casos ha podido Aronofsky escarbar en los recovecos más escondidos de ambos personajes, y concederles por primera vez un diamante en bruto para catapultarse como intérpretes de carácter. Después de saldar ambos profundas crisis que los había orillado al anonimato, casi al suicidio, porque el gran monstruo de Hollywood suele también ser despiadado e implacable, escondiendo infinidad de casos que han desembocado incluso en tragedia, Rourke y Fraser tuvieron en el también realizador del thriller ¡Madre! a alguien así como un solidario psicoanalista, quien ha contribuido a  convertir, como alquimista iluminado, sus profundos dolor y amargura en acicate para abordar dos complejos personajes al límite. Dentro de un casting a la medida, acompañan a Fraser, en sendos trabajos a la altura de las circunstancias, la joven de moda Sadie Sink como la hija en conflicto con el padre, y Hong Chau como la enfermera cómplice que valora su extrema pero franca búsqueda.

Más allá de algunas considero injustas críticas que no han sabido entrever en La ballena un muy elaborado y sensible documento de entreveradas entrelíneas, porque se rozan aquí de cerca los planos dramático y lírico, revelándonos la poesía que igual suele esconderse en aquellos espacios más sórdidos de la realidad que el arte escudriña con un muy agudo y sensible escalpelo, al espinoso personaje protagonista lo definen por igual el coraje y la indefensión, el cinismo y la amargura, la inteligencia analítica y la fragilidad emocional. Enemigo de toda clase de prejuicios y estereotipos, como una constante de su poética incluso en sus filmes menos logrados, Aronofsky supo reconocer en este extraordinario texto dramático de Samuel D. Hunter (quien a su vez de igual modo se nutrió de experiencias propias que en algún momento de su vida lo llevaron a tocar fondo) material invaluable.

Al margen de valoraciones en uno u otro sentido, de juicios a favor o en contra, invito al público cinéfilo que todavía no lo ha podido ver a acercarse a este otro valioso largometraje de un muy talentoso y capaz realizador que creemos todavía tiene mucho por delante que decir.